Que un coleccionista de arte situado al margen de toda institución oficial sea capaz de reunir un conjunto tan notable de artistas en una velada particular bien vale otra medalla. José María Tejerína Lobo ya posee la correspondiente de Santa Apolonia, distinción nacional otorgada al mérito en odontología; así que desde la tarde del martes, 21 de julio, servidora le concede, y seguro que todos los participantes en el acto estarán de acuerdo, la de San Lucas, patrón de los pintores, que, para mayor ajuste y armonía, también era médico.

Se inauguraban las nuevas instalaciones de la clínica del doctor Tejerina en la calle Padilla, un magnífico espacio de 600 metros cuadrados diseñado por el arquitecto Iñaqui Lasheras, y en cuyas paredes, para consuelo y solaz de sus pacientes, se exhibe buena parte de la extraordinaria colección pictórica que José María Tejerían ha ido reuniendo desde 1970. Un valor que no resta brillo al magnífico proyecto que lo sustenta, elaborado en una ingeniosa conjugación de líneas y materiales sujetos a la más avanzada tecnología, que crean un ambiente de extraordinario atractivo.

Los unos y los otros celebraban el acontecimiento ante el mayestático silencio del arte, testigo y razón del encuentro. Unos, los artistas, felices de volver a vivir aquel lapso de talento creativo, quizá relegado por la propia evolución. Y los otros, los galeristas, agradecidos; la propia Gema Llamazares lo comentaba: «Tendría que haber muchas clínicas así, con sus doctores Tejerina, esenciales para nuestro negocio».

Era necesario realizar una visita guiada por el propio mecenas. «De acuerdo», dijo éste con la mejor voluntad, pero... «Te presento a Jaime Herrero», «¿No conoces a Hugo Fontela?». Pilar Lafita se sumó al recorrido, de modo que servidora no podía ir mejor acompañada. Sorprendente el supuesto fondo marino de Guillermo Simón, ¡lo que ha crecido este chico! aunque siga pareciendo un adolescente. Edgar Plans estaba acompañado de su padre, Juan José Plans, que lleva con toda naturalidad los éxitos de su hijo. Humberto, el hombre sin edad física; la de su arte ya es veterana. Reyes Díaz «no ha podido venir», aunque en las paredes Tejerina es omnipresente; su esposo, Melquíades Álvarez, exhibe en una de las salas de espera un soberbio anochecer gijonés. Tampoco comparecieron Ramón Prendes ni Pelayo Ortega, ni tampoco su mentor, Amador Fernández, encaramado en su otra pasión: los Picos.

Pasamos al espectacular despacho del doctor, y allí, la última adquisición, las palmeras negras, inconfundibles, de Javier del Río; aún no sé cómo pude evitar las lágrimas, Javier, Javier, eran como un anticipo de sus propios lutos. También en el despacho, dos Bartolomés, acompañados de Aurelio Suárez, Lucio Muñoz, dos Orlando Pelayo y un bellísimo Josefina Junco, «me gusta mucho esta pintora», dijo José María. ¿Y a quién, no? Yo me muero por ella, pensé, aunque más tarde se lo dije, qué caray, su verbena es definitiva. Los carteles de Miró, las caricaturas de Albuerne, las bocas de Bartolomé, Suárez, Kiker y Cuervo Viña hijo. Magníficas presencias de Kelly, Navascués, Lombardía, Pepa Osorio, Álvaro Delgado, Rodolfo Picó, Lisardo, Valdés Moré, Gil Morán, Francisco Fresno, Carlos Sierra, José Arias, Hugo O'Donell, Alejandro Mieres... Y la escultora María Jesús Rodríguez. En la entrada de la clínica, dos soberbios Pelayo Ortega. Es aquí donde me retrotraje al inmenso vestíbulo del Moma neoyorquino, a la grata impresión que recibí al verlo presidido por un monumental Miró, como elemento exclusivo. Aquí está España, me dije.

Me lo había comentado Juan Stové, el efectivo colaborador del doctor Tejerina en asuntos artísticos: «Esto es Asturias, un pedazo de su historia pictórica moderna... Faltan algunos nombres, pero acabará recogiéndolos a todos. Él ya es consciente de que tiene una gran colección». Sin duda, el arte asturiano de vanguardia puede felicitarse; el doctor Tejerina pudo haber llevado su tesoro a casa, pero no, ha querido exhibirlo generosamente en el lugar más transitado y bello.