En el interior de la carpa, el hombre aprovechaba cualquier mínima cesión de la física para levantar una enorme estructura con sólo unos tablones y una soga. A esa misma hora, a unos metros de allí, varios cientos de personas se molían a golpes y destrozaban cualquier objeto cuyas cualidades físicas le expusiera a ser golpeado o destrozado. La precaria escalera del artista de circo no valía para nada en términos prácticos, pero allí quedó, erguida como un extraño monumento a la capacidad de construir y a la emoción de ver cómo algo es construido. Doy por hecho que para el ultra embarcado en su éxtasis a hostia limpia mi emoción es tan incomprensible como para mi la suya al partirle los morros al enemigo -el enemigo del día: el domingo que viene será otro- o al destrozar el parabrisas o la luna a un tío que ni siquiera conoce, y que lo más probable es que sea más sportinguista que él. Y doy por hecho que pensará de mí que soy gilipollas porque me emociono ante unos tablones absolutamente inútiles, mientras que cualquiera puede entender que si él destruye el mundo, es por la causa.