Ingresé en 2010 abrazado a una botella de champán y sumergido en la noche de los tiempos -la noche de mis tiempos- por cortesía del insondable archivo de RTVE, que ha sustituido publicidad por arqueología y se dedicó a exhumar durante horas los vestigios de un mundo que, revivificado por las burbujas y macerado en un hondón del sofá, dejó de ser historia filmada para volver a ser vida vivida; un mundo en grises o en colores apagados con reflejos y ribetes metálicos -no era una limitación tecnológica, sino copia exacta- ante cuya exposición se me reveló lo que se celebra realmente en el tránsito de año, haciendo esto o cualquier otra cosa: no la despedida del que concluye ni el comienzo del que acaba de llegar, sino la inmersión estupefacta en un interregno sin tiempo inducido con ayuda del alcohol y otras sustancias, un éxtasis colectivo que se prolonga desde la última uva hasta el primer sueño del año y en el que el gozo proviene del disfrute que supone flotar colocados y perdidos en el 32 de diciembre o en el 0 de enero. Es decir: antes de la vida o después de la muerte.