Librero de viejo

Víctor GUILLOT

No hay melancolía en sus palabras ni tampoco el barniz de la nostalgia, pero lo cierto es que el librero de viejo Constantino Gómez (Tino Vetusta) abandona Gijón en unas semanas rumbo a Madrid. A más de uno se le revolverá la memoria de gratos recuerdos, conversaciones fértiles e inútiles y el perfil de un hombre de buen dejo, afable y diletante, que regentó una cueva atesorada de libros. Es el momento de la despedida.

-A medida que transcurren los años, ¿uno necesita desprenderse de los objetos para ser más feliz?

-Todos tendemos a dotar a los objetos de un sentimiento. Se trata de un sentimiento bastante elaborado, aunque sólo sea por el tiempo. En los libros, el soporte sentimental es un adorno mal digerido que forma parte del estatismo proclive de las personas. Mientras no estorban, los libros permanecen en las estanterías, aunque yo diría que estorban a los nuevos libros que aún están por llegar.

-¿Esta librería ha estorbado a alguien?

-Esta librería no estorba, pero sí perturba o, al menos, inquieta, porque no ha sido comprendida. Tampoco la intentaron comprender quienes se acercaron a ella. Uno se da cuenta de esto por las expresiones de la gente cuando contempla su escaparate. Pienso que el vecino que transita la calle de La Merced se incomoda porque cree equivocadamente que este lugar es un templo o un lugar un tanto esotérico, regentado por un tipo que no es de fiar. Por eso no traspasaron el umbral del conocimiento que les hubiera dado otro tipo de relación personal con la misma.

-¿Será cierta desidia de la ciudad?

-Pienso que puede ser ignorancia. Una de las condiciones más terribles del ser humano es su ignorancia. La especulación, la curiosidad y el meter la nariz donde no te importa, empujado por el acicate de ver qué es lo que hay al otro lado de una puerta, queda castrado por la conciencia plana de los individuos que se sienten confortados en la ignorancia. Por eso, sufren con esta librería una indiferencia incómoda, lo que no deja de ser una curiosa contradicción. La librería de viejo fue recibida con el desdén que provoca la desidia, la vejez y el abandono. Un policía me dijo en una ocasión «al menos, es mejor que andar robando».

-Madrid abre una nueva puerta.

-Marchar de aquí es una purificación personal. Sin abandonar del todo la profesión, me atrae la idea de empezar de cero, siguiendo la ruta profesional marcada desde hace más de treinta años. Esta expectativa me produce un enorme placer. Con sesenta años (soy consciente de la edad que tengo, no soy tan imbécil), física y mentalmente no me veo con esa edad.

-¿Gijón es un capítulo excesivamente releído por Tino Vetusta?

-A tal extremo que ya conozco su final. Los lectores de novelas, tanto policiacas como amorosas, llegan a un momento de su lectura en el que sólo ansían el final. El final aquietará al lector. Gijón perdió interés para mí porque ya llegó a su fin.

-¿Hubo muchas erratas en esa lectura de la ciudad?

-No hay texto sin erratas. Todos los textos las tienen. Defiendo que lo mejor de las personas son sus imperfecciones. A las personas que amé, las amé por sus defectos. Quién podría vivir con una mujer perfecta.

-¿Cuáles han sido sus mayores imperfecciones?

-Lo tendrían que decir otros. Hay quien asegura que uno aprende de sus errores y mi mayor acierto ha sido aprender de todos ellos. Honestamente, cometí más de un fallo: por un exceso de timidez o de pudor, no he sabido darme a conocer a los demás. Fingí exageradamente algún aspecto negativo, sin duda, para preservarme del daño que pudiera sufrir y, la verdad, no me salió bien. No supe mostrar quién era y, naturalmente, no me supieron comprender. Todos nos formamos un personaje, no para mostrarnos, sino para escondernos. Hay una pose necesaria en todos los individuos: una pose para beber, otra para fumar, otra para vivir. Creo que la mía nadie la entendió.

-El primer Gijón de Vetusta es noctívago y canalla.

-Absolutamente. Siendo joven, tuve la suerte inmediata de disponer de dinero. Era una especie de aval para el divertimento. Si luego me acompañó cierta gracia expositiva y una galanura personal, estaba obligado a ser un canalla nocharniego con suficiente irresponsabilidad y bastante bebida, que disfrutaba de las discusiones acaloradas y, por supuesto, estériles, como toda buena discusión. Quizá tuve más novias de las deseadas.

-Y se pasó mucho tiempo transitando de hotel en hotel.

-Fui un bebedor incontinente. En el fondo, había mucha disconformidad conmigo mismo. Descubrí una manera de atenuar la indignidad que produce el alcohol, escondiéndome en los hoteles. Una de las trampas que uno se hacía a sí mismo, muy grata, por cierto, consistía en ir a un hotel y vivir allí un tiempo indeterminado. Entonces no tenía la referencia de los otros, ese lado, según mi concepto, acusatorio que tenemos todas las personas.

-¿No temió convertirse en otro mueble de hotel?

-El hotel es un reducto de acogimiento casi materno, al menos, pacífico, y era lo que buscaba y encontraba entonces. La gente de los hoteles es absolutamente neutra e indiferente en el trato y, en algunos casos, complaciente e incluso comprensiva. Respecto a las habitaciones de los hoteles, me sucede lo mismo que con los libros. Cualquier objeto que ha usado otra persona me obliga a preguntarme quién la utilizó antes que yo. Qué sucesos trágicos o amorosos sucedieron en ella. Lo mismo me sucede con los espejos: cuántos ojos se reflejaron en ellos.

-¿Cuándo necesitó quitarse el gabán del santo bebedor?

-Dejé de beber radicalmente, no por propia voluntad, porque mentiría, sino por obligación. Recuerdo que la última resaca duró tres días. Prometí entonces que no volvería a beber. Ya sabe que un alcohólico no puede volver a beber. Yo lo sabía. Y hasta hoy. De todos modos, no percibo que haya vivido en un submundo. Yo no lo llamaría así. Se trata de algo más personal y en ningún caso circunstancial, porque el alcohol te conforma en muchos sentidos, negativos siempre. Los literatos hablan del poder creativo de la bebida y de las drogas y todos reconocen después que aquello que dijeron era falso. Estoy seguro de que Bukovski sería el mismo genio sin los efluvios del alcohol.

-Tino Vetusta es todavía el único librero de viejo de Gijón.

-Un librero de viejo aspira a tener todos los libros del mundo y ser el único del mundo. No porque le reporte más dinero, sino por absoluta vanidad. Es un hecho muy borgiano, quizá porque Borges fue bibliotecario, una manera distinta de ser libero de viejo. Por otra parte, el librero de viejo tiene un sentido cinegético muy acusado y un sentido aguzado de la seducción para conseguir algo, en este caso, un libro, aunque lo más paradójico de todo es que un librero de viejo comienza con diez mil pesetas y ningún libro y termina con diez mil libros y ninguna peseta.

-Se despide de Gijón sin ningún rencor.

-Nunca tuve rencor ni tampoco envidia. No son buenos compañeros de viaje, porque sólo suponen inconvenientes en el camino. La envidia, el resentimiento, el odio o el rencor generan necesariamente un malestar espiritual para conmigo y para los demás. Entonces, lo eludo, aunque sólo sea por comodidad.

-¿Está preparado para las despedidas?

-Uno nunca se despide. No vine, luego no me voy. Yo recalé en esta ciudad por obligación. Nunca nos hicimos el uno al otro. Ella no fue una buena novia o yo no la supe cortejar. En cualquier caso, la despedida no es ni añorante ni rencorosa. No tendría que despedirme de la ciudad, sino de personas singulares. Tampoco existe desagradecimiento, porque viví dignamente en Gijón. Pero los dos debemos reconocer que la relación de tú a tú no fue muy fructífera y, si lo fue, en todo caso, lo sería para ella y no para mí. Pero si me encontrara a un extranjero, le diría que viniera, que disfrutara de su paisaje y de sus vecinos y que escapara de sus restaurantes.

«Frase f f f»