La cuestión no es ni siquiera el gasto extra en la adquisición de los semáforos falderos que gobiernan al peatón y a la peatona en algunos cruces de la villa: el problema es que alguien crea en serio que repartiendo al 50 por ciento los nichos semafóricos del mundo entre iconos con faldita y otros sin ella se contribuye a paliar el sexismo desde el paso de cebra (macho y hembra). De ser mujer, me sentiría prejuzgada si alguien decidiese que me representa mejor un icono con falda peinado a lo «garçon» que uno escuetamente humanoide, válido por igual para un varón de escroto recogido, una mujer con vaqueros y cabello corto, un niño modosito y sin Nintendo, un intersexo o un replicante «Nexus-6». La figura carece de sexo como carece de edad, etnia, religión o biografía. Hubiera bastado con ir eliminando los iconos tocados con rancio sombrero, pero el terror al epiceno provoca a veces la pérdida de la «d» final en «paridad». Aunque lo que de verdad aterra es que alguien nos considere tan lerdos como para aplicarnos estos métodos dignos del perrito de Pavlov. O la perrita de Pavlova.