Maestro artesano y maquetista

Me dejé llevar de la intuición al escuchar la amable referencia de un buen amigo; sé que en cuestiones de arte, más que fiarse es preciso ver para creer. El presunto artista se llamaba Homero, tenía su taller en Prendes... Vamos allá, decidí. Me encontré con un hombre de inequívoco aspecto bohemio, amable y comunicativo, dueño y señor de una destartalada nave industrial en la que apenas descubrí nada de interés. En uno de los extremos había una escalera. «Subamos», dijo. El panorama cambió por completo, aquel sí era su sancta sanctorum. Vi, en primer lugar, el edificio de Santa María del Naranco, casi terminado, impresionante; una perfección realizada con idénticos materiales, idénticos elementos decorativos, absolutamente fiel al original piedra por piedra. La obra de un consumado artista. Todo un descubrimiento.

Homero Menéndez Martínez nació en Gijón, agosto de 1944, mayor de dos hermanos. Su familia vivía cerca de la playa, en la calle Menéndez Pelayo, aunque pronto hubieron de trasladarse a Madrid. «La humedad sentaba fatal a mi madre, enferma de asma». Por tanto Homero hizo sus estudios en el Ateneo Politécnico, y al terminar el Bachiller quiso seguir la carrera de marino civil, pero sus mayores no se lo permitieron.

-¿Por qué?

-Mi abuelo materno había muerto en un naufragio. Era el primer oficial de «Ciérvana», un buque de carga matriculado en Gijón, que en la travesía de Cádiz a Pasajes desapareció. Era el mes de febrero de 1930, y el último SOS recibido procedía de la Costa de la Muerte. Se cree que pudo correrse la carga, y en consecuencia se hundió. Perecieron todos los tripulantes, y de ahí provino la ruina familiar. Cuando llegué yo diciendo que quería ser marino... Pusieron el grito en el cielo.

-De otro modo, ¿había precedentes artísticos en su familia?

-Por parte de mi padre, uno de mis tíos, Jesús Menéndez, cantaba ópera y zarzuela, y curiosamente, intervino en el último concierto celebrado en el teatro Campoamor de Oviedo antes de la Guerra Civil. Otro hermano de mi padre, Luis Menéndez, jugó en el Sporting en los años 20, lo llamaban «El Barrusu».

-¿Cuál fue su alternativa a la Marina?

-Jugaba al baloncesto, y a punto de ser fichado por el Club Canoe me contrató el equipo de SEAT, que estaba en Segunda División. Permanecí 17 años en SEAT, primero jugando y luego como entrenador; obtuve el título al mismo tiempo que Antonio Díaz Miguel. Paralelamente al deporte llevaba la cuenta de explotación de recambios de la empresa.

-¿Cuándo se inició en la artesanía?

-A los 24 años, a través de un regalo que me hicieron. Era un kit para construir un barco. Al hacerlo entré en un mundo que me apasionó. Antes había pintado al óleo, me gustaba, pero reconozco que no era bueno. Después de aquel barco me puse a construir otros, pero a través de planos, creando las piezas yo mismo. Realicé muchos, y ocurre que llegado un momento, SEAT se trasladó a Martorell y Barcelona, abandonando Madrid; yo no quise irme con ellos. En ese mismo período, uno de mis amigos, dueño de una importante tienda de regalos en la calle Goya, dotada de siete escaparates, me propuso hacer una exposición con mis obras.

-¿Con motivos variados?

-No, únicamente compuesta por barcos antiguos; bergantines, goletas, cuters, galeones... Eran grandes, medían alrededor de un metro de eslora. Ocurrió que vendí cuatro. Por el primero me pagaron 150.000 pesetas, que en 1982 era una cantidad muy respetable. Y los otros tres se los llevó Sousa, el tasador artístico de Durán, para subastarlos en la galería, donde salieron inmediatamente. Fue cuando pensé: si esto da dinero, quizá pueda vivir de ello...

-¿Lo logró?

-Monté un taller, y le daba obras a Durán. Yo nunca iba a las subastas; acudía Concha, mi esposa, con mis amigos. Era muy curioso, los amantes de los barcos sólo pujaban por los míos. Iban firmados en el timón, y sé, por ejemplo, que la familia Colón de Carvajal adquirió uno. Pude sobrevivir, en realidad con hacer un barco al mes me bastaba.

-¿Cómo derivó hacia la maquetación en general?

-Porque llegó el arquitecto de ICONA, José María Martínez Zuazo, para pedirme que le hiciera las tres naves de Colón para exhibirlas en el Parque Nacional de Garajonay, en la isla de La Gomera. Las construí, gustaron muchísimo, y este mismo señor me encargó una maqueta del pabellón que usa el Rey cuando va a cazar a la sierra de Cazorla, en Jaén. «Después de los barcos, esto vas a hacerlo con la mano izquierda», dijo. No era cierto, sufrí mucho al enfrentarme a un reto enorme; el pabellón es un gran palacio. «Si os vale, me lo pagáis, y si no a la basura», respondí. Le enseñaron la obra al Rey, le gustó tanto que a partir de ahí dejé los barcos; el último que hice fue el ferry de la Trasmediterránea.

-¿Así que se sucedieron los encargos de maquetas?

-Sí, hice el Centro de Interpretación, también de Garajonay. Reconstruí el palacio de Valsaín a través de un cuadro del siglo XVII, ya que el edificio original, erigido por Felipe II cerca del Palacio de la Granja, estaba en ruinas; había sido la primera construcción que se hizo en España con cubierta de pizarra y para ello tuvieron que venir pizarreros de Holanda. A partir de ahí comenzaron a encargarme de todo.

-¿Incluidas obras para el cine?

-Sí, me llamó el productor José Luis Escolar, todo un personaje dentro del mundo cinematográfico, para encargarme el spot publicitario de la película «King-Kong». El trabajo consistía en elaborar la maqueta de una calle de Nueva York, de 33 metros de largo por 5 de alto. Le dieron dos premios nacionales y fue el inicio de una estrecha colaboración con el cine. Me llamaron de Amiguetes, la productora de Manolo Segura, para elaborar dos maquetas para la segunda película de Torrente; un yate y el peñón de Gibraltar.

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