La gente se agolpaba alrededor de Jesús, para escuchar la Palabra de Dios. Pronto la fama se extiende por toda Galilea y desde las sinagogas al campo abierto, desde la montaña al lago de Tiberíades, se oye un nuevo mensaje que lleva la esperanza a los oyentes y seguidores. El evangelio, que se anuncia, no es indiferente ni neutral. Hay una expresa y reiterada preferencia por los pobres y marginados y una manifiesta denuncia contra los explotadores y poderosos que abusan de los débiles y desamparados.

El discurso de Jesús sorprende al pueblo y produce en él sentimientos contradictorios, que le llevan desde la rabia al entusiasmo, desde el odio a la euforia, desde el deseo de despeñarlo hasta el seguimiento incondicional, desde la decepción hasta el asombro. Muchos le seguirán «Señor, a dónde vamos a ir. Tu sólo tienes palabras de vida eterna». Otros le rechazarán «Los fariseos se confabularon con los herodianos contra él, para ver cómo eliminarle». Jesús mueve a unos a la entrega absoluta y a otros al rechazo más rabioso y cruel.

A lo largo de la historia, unos quieren despeñarlo, otros le siguen, fascinados, por sus palabras y sus obras.

Quien se ha dejado tocar por Jesús, se siente transformado y liberado por él. Experimenta un cambio de vida tan gozosa, que es capaz de invertir la orientación de todo su ser. La escena del lago, la reacción de los discípulos ante el milagro de la pesca abundante, sobrepasan la simple historia del acontecimiento, para transportarnos al mundo de la vocación. Como respuesta a la llamada de Dios. Como Isaías, Pablo, Pedro y miles y miles de hombres y de mujeres optamos por responder a la llamada con aquellas palabras del profeta: «¿a quién enviaré»? Aquí estoy, mándame». Con la ayuda del Señor, seremos capaces de vencer el miedo que supone remar mar adentro, fuera de la seguridad de la tierra cercana y de reconocernos pecadores, como Pedro, ante un Dios que nos quiere y nos abraza.