Al final el carácter es el destino. Y el carácter de esta porción de tierra y de sus moradores viene dado por el hecho de que la tierra deje de serlo bruscamente para convertirse en mar. Los cilúrnigos, los viejos caldereros que revivía ayer el segundo tomo de la «Historia de Gijón» que acompaña los domingos estas páginas, ya fueron quienes fueron gracias a su destreza para arrancar y fundir el mineral al suelo que pisaban y al acierto de haber levantado su poblado junto al mejor fondeadero natural de esta costa. Los primeros astures que se alejaron de su terruño y los primeros que comerciaron con navegantes de muy lejos lo hicieron aquí. Y todo esto parece seguir marcándonos: hoy, milenios después, lo que se araña del suelo ya no salva a la tribu, pero el hospitalario refugio litoral sigue ahí, corregido y ampliado. De manera que convertimos el destino histórico en destino turístico: invocamos a los cilúrnigos, a la sangre celta, a los ancestros, a quien sea, con tal de atraer buques repletos de turistas y extraer el metal de sus faltriqueras mientras sus cruceros fondean en El Musel.