Adriana Flórez Rodríguez

IES Monte Naranco de Oviedo, 15 años.

Entre la corteza y la desnudez del árbol, larvas ocultas entre el barro y la hierba, ramas inertes en el muro, caracoles.

Tras los setos descuidados, setas con sombrillas de color crudo.

Debajo de las piedras? Mejor no levantarlas por si hay culebras.

En torno a la fuente, el niño arrastraba un palo haciendo crepitar pequeñas piedras.

Un perro de pelaje largo, enredado, pegado y duro de haberse secado malamente, le seguía, haciendo cortas escapadas a la hierba antes de retomar su trote alegre. Ambos quedaban ocultos tras el bullicio del agua.

El perro encontró una pelota pinchada y trotaba con ella en su húmedo hocico. Y corrió tras ella cuando el niño le dio con desdén y siguió caminando dentro de su marco imaginado, ignorando todo intento de juego del perro.

Su único gesto amable hacia el animal fue a dejarle sobre la gravilla una hoja -consistente pero inestable- con agua, que vertía por uno de sus bordes y por todos los lados cuando daba lametazos apurados. Mientras tanto el niño corrió a los columpios dejándole atrás.

Indagar en el fondo de un charco fue una expedición terriblemente arriesgada para sus pantalones recién lavados y termina escondido en un rincón que hace el muro, alejado de todo adulto, reteniendo sus lágrimas en los ojos y mirando fijamente un árbol cuya figura apenas distingue ya. Llega el perro, se sienta a su lado, le observa un rato moviendo torpemente la cola que tropieza en el suelo y le lame la rodilla intentando alegrar su mente.