Estos días iniciamos nuestro camino hacia la Pascua. El pasado miércoles, miércoles de ceniza, empieza la cuaresma y se nos presenta a Jesús de Nazaret llevado al desierto por el Espíritu, en donde es tentado por el diablo. En el desierto tuvo Jesús que enfrentarse a la dura experiencia de la tentación y ésta aparece camuflada bajo la apariencia de lo lógico y lo normal. Un Jesús hambriento puede convertir las piedras en pan. Ante la oferta de poseer riquezas y poder, a cambio de ponerse de rodillas ante el diablo, a simple vista parece que merece la pena, y tirarse de lo más alto del templo y caer suavemente en la explanada sin sufrir, ante el asombro de los presentes en la plaza, es la mejor forma de que crean en Él como Mesías.

La ostentación, la búsqueda del camino fácil, la idolatría, nos salen al encuentro siempre, no sólo al inicio del camino de Cuaresma sino a lo largo de nuestra vida. El desierto, que es lugar para la reflexión y conversión personal, puede convertirse en un espacio de evasión, de falta de compromiso, de refugio y huida.

Cuando la religión cristiana se convirtió en la religión del Imperio, cuando la iglesia salió de las catacumbas, abandonando la clandestinidad, para colocarse en los salones del Estado, muchos cristianos huyeron al desierto para apartarse de la corrupción y masificación de aquella sociedad cristina, buscando el fervor religioso, conforme al espíritu del evangelio. Es la época de los ermitaños y cenobios, ascetas y nacoretas, que con la huída del mundo -fuga mundi- dejaban al mundo marginado y dejado de la mano de Dios, con una valoración negativa como lugar de pecado y de maldad.

El ayuno, la penitencia y la limosna no son un fin en sí mismos, sino medios para situarnos conscientemente ante Dios, ante nosotros y ante los demás. La ceniza sobre nuestras cabezas no supone aniquilamiento, ni infravaloración, ni falsas humildades, sino la denuncia de nuestra autosuficiencia, de nuestro engreimiento, de nuestra vanidad, que nos hace sentirnos por encima de los demás.