Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas». Los surrealistas adoptaron esta célebre imagen de Lautréamont como emblema de la belleza; ahí está todo lo que les encendía: artefactos, azar, gratuidad, sinsentido. ¿Es belleza surreal la extraña asamblea que forman un telescopio, un reloj, un gato hidráulico, una videoconsola de última generación y unos palos de golf? No, si la mesa de disección se cambia por una casa de empeños. Ahí el encuentro no es fortuito, sino forzado. Y es malpagado, pero no gratuito. Además, hay un sentido, incluso una historia: la de alguien que pensó que podía permitirse la posesión de esos objetos y ahora ha tenido que arrojarlos como lastre para seguir a flote. Sólo se puede ver en ellos un catálogo de lo prescindible, espuma y excreción del consumismo, si se olvida que alguien ha vivido la venta como una vergonzante amputación. Si hubiese alguna belleza surrealista en esto, sería la de los arenales de Tanguy, atestados de pecios tras el naufragio. Pero a mí me parece puro patetismo neorrealista.