Correcta en las formas hasta la pulcritud y de conversación fluida y pausada, nadie diría a bote pronto que Soledad Lafuente es la fusta que azota desde hace tiempo las carnes del gobierno local en temas tan sangrantes como la planificación urbanística del concejo o la reorganización del transporte público. Y lo es porque a esta mujer de más allá del río Piles nunca le importó morder la mano de quien, a veces, le da de comer. Negociadora infatigable y defensora por naturaleza de causas que parecen perdidas, siempre tuvo claro que, en la relación entre los que mandan y los que cumplen, debe haber amor y odio. Con ese mensaje se subió hace casi una década a lomos de la Asociación de Vecinos de Somió, una parroquia donde los chalés de los urbanitas han ganado la batalla a los tomates de los aldeanos. Y, sin cambiar una coma de su discurso, se hizo en 2008 con la presidencia de la Federación de Asociaciones de la Zona Rural «Les Caseríes», donde algo habrá hecho bien para que hace dos semanas resultase reelegida en el cargo sin oposición.

Escondida detrás de sus gafas de ver de cerca, Lafuente dirige las asambleas vecinales como una madre de familia numerosa que reparte turnos de palabra a la hora de comer. En la sede que «Les Caseríes» tiene en Leorio ha aprendido a moverse como pez en el agua dentro del gran estanque donde nadan especies tan distintas como las 25 parroquias representadas en el colectivo. Por eso, escucha las críticas con gesto imperturbable en un foro en el que todo el mundo quiere arrimar el ascua a su sardina y que ha visto resbalar a abogados y concejales que llegaban con ganas de pescar en aguas revueltas. «Los políticos que asisten a una de nuestras reuniones creyendo que es un caladero de votos, suelen fracasar estrepitosamente», dijo hace años, cuando era la secretaria de la Federación, tras un tumultuoso encuentro con mandamases del urbanismo gijonés.

Ya por entonces, se había propuesto provocar más de un dolor de cabeza al edil de turno encargado de dirigir el planeamiento del concejo. Nunca entendió que se aprobaran planes especiales de cientos de pisos en mitad del campo y que, sin embargo, a los propietarios no se les permitiera construir una vivienda en sus pequeñas parcelas. Por eso, participó activamente en las tres «marchas verdes» que hicieron retumbar la plaza Mayor al grito de «¡No acabaréis con la aldea!» en 2004 y 2005. Fueron años de dura labranza, pero aquellas protestas abonaron el terreno para recoger con el tiempo los frutos judiciales que paralizaron todo el Plan General de Ordenación Urbana. Ahora, en plena revisión del documento, Lafuente se siente fuerte y ha visto reverdecer la marchita esperanza de conseguir un modelo de ciudad diferente del propuesto por el Consistorio.

Porque la líder vecinal sabe un rato de éxitos a largo plazo a base de trabajo colectivo. Todo eso lo aprendió en la casa de Somió donde vivió de niña junto a su hermano, sus padres y sus abuelos. Por entonces, el idílico paraje plagado ahora de urbanizaciones y palacetes era un lugar dedicado en exclusiva a la ganadería y la agricultura, las dos artes milenarias en las que Lafuente se forjó nada más cumplir los 14 años. Con su madre, «bajaba» a diario al Mercado del Sur para ofrecer los productos de su huerta al ciudadano medio. Así aprendió casi todo lo que sabe de relaciones humanas, que basa en un trato cercano y prudente, heredado de la educación tradicional que recibió en su primer hogar.

Pasados los años, se casó y construyó una casita junto a la de su familia. Así, se convirtió en la cuarta representante de su árbol genealógico que echó raíces en Somió, donde también nacieron sus dos hijos y donde tiene pensado pasar el resto de su vida. Ni siquiera los veintiún años de empleada en la fábrica de Confecciones Gijón le hicieron cambiar el olor a tierra mojada por el asfalto. Ella siempre se consideró de pueblo y, aunque su parroquia haya evolucionado hacia zona residencial, no se cansa de repetir que sabe catar una vaca y que saca patatas a fesoriazos con una rapidez deslumbrante.

El gusanillo de lo reivindicativo le picó por el año 1994. Le dolía contemplar la indefensión con la que numerosos propietarios padecían las expropiaciones iniciadas por el Principado para construir unos senderos costeros. Por eso, se puso al frente de las protestas y se incorporó a la Asociación «San Julián», santo y seña del movimiento vecinal del pueblo. Empezó de vocal y, en 2002, llegó a la presidencia por aclamación popular, tras la retirada de Jaime Cifuentes por motivos personales.

Desde entonces, no ha parado de reclamar mejoras. Se opuso a la depuradora del Este, luchó por la pervivencia de las fiestas patronales, se negó a aceptar la toponimia oficial en asturiano, pide a gritos un centro social digno para celebrar los numerosos actos de la parroquia... Según dice, todo lo hace con el consenso de su familia, a la que ha acostumbrado a vivir entre cientos de folios llenos de quejas y reclamaciones. También en «Les Caseríes», donde hace dos años se convirtió en la primera mujer que tomaba el mando al imponerse por un voto a Francisco Alonso, se ha hecho valer a base de pedir lo que considera justo, como la reactivación de las siete líneas de bus rural que Emtusa suprimió recientemente. Eso sí, Lafuente sigue sorprendiendo por su capacidad para dar un puñetazo en la mesa sin hacer apenas ruido.