Eloy MÉNDEZ

En junio de 1976, el entonces ministro de la Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, anunció en el «New York Times» que España estudiaba legalizar el Partido Comunista. Lo hizo días después de encargar a su secretario general de Política Interior que iniciara contactos con miembros del PCE para medir las posibilidades de la operación. Aquel puesto lo ocupaba José Manuel Otero Novas y su interlocutor fue José Luis Iglesias Riopedre, que comunicó las condiciones gubernamentales al líder de su partido en el exilio, Santiago Carrillo. Ayer, el actual consejero de Educación del Principado presentó la conferencia que Otero Novas ofreció en el Ateneo Jovellanos para defender los valores del humanismo cristiano como forma de superar las «numerosas crisis que sufre Occidente».

«El primer contacto que yo tengo para legalizar el PC fue a través de Riopedre, cuando todavía Carrillo no estaba en España. Le dije: éstas son las condiciones para legalizaros, ¿os interesan? Él me respondió que iba a preguntar». Así explica Otero Novas -que llegaría años después a ser ministro de la Presidencia y de Educación con UCD- aquella histórica llamada que marcó de alguna forma el primer acercamiento entre los dirigentes del difunto franquismo y los de la oposición al régimen. Otra llamada al presidente de la Conferencia Episcopal, Elías Yanes, y varias reuniones posteriores entre los tres implicados en el domicilio madrileño del director general de Política Interior posibilitaron la elaboración del primer borrador para legalizar al PC, antes incluso de la llegada de Adolfo Suárez a la Presidencia del Gobierno.

Pero, ¿por qué llamó Otero Novas a Iglesias Riopedre? La historia venía de lejos. Los dos nacieron en el barrio vigués de Casablanca y los dos coincidieron durante varios años en el Colegio de los Maristas de la ciudad gallega. Tras finalizar el Bachillerato en 1956, cada uno inicia su andadura política en posiciones contrarias al franquismo, aunque antagónicas entre ellas. Cuando Iglesias Riopedre cuelga el hábito de dominico que vistió durante años, entra en contacto con sectores del Partido Comunista. Por su parte, Otero Novas se mueve dentro de la «oposición legal», encabezada por grupos democristianos.

«Él quiso llevarme a mí a su terreno y yo a él al mío, pero fracasamos los dos», comenta ahora el ex ministro. Sin embargo, nunca perdieron el contacto. Durante su estancia como estudiantes en Madrid, ambos se dejan caer con frecuencia por las reuniones del grupo Tácito, fundado por Otero Novas en una cafetería situada en frente del cuartel general de la Guardia Civil. «Yo no comulgaba con mucho de lo que allí se decía, pero acudía porque siempre se aprendía algo», señaló ayer el actual consejero de Educación. A pesar de eso, el roce hizo el cariño. Así, cuando la Policía del régimen inició un expediente sancionador contra Riopedre por dar una conferencia en Monforte de Lemos sobre el marxismo, Otero Novas, que ya era abogado del Estado en la provincia de Lugo, le ayudó a salir del «atolladero».

«Siempre nos hemos llevado bien y, conforme pasa el tiempo, mejor», explicaba ayer antes de su conferencia el ex ministro. «Últimamente nos vamos a cenar de vez en cuando y cada vez coincidimos en más cosas. Es terrible», añadía entre risas. Quizá por esa complicidad entre dos hombres con ideologías tan dispares, no comprende Otero la deriva política que vive España en la actualidad, «contraria al espíritu» de la Transición que alumbró la Constitución del 78. «Las energías de aquella época no están agotadas, pero hemos llegado a un punto en el que nos estamos estrellando contra la pared y, por eso, se exige una fórmula nueva», comenta con gesto serio. Una solución que, según dice, pasa por «un gobierno de concentración limitado en el tiempo entre los dos partidos mayoritarios» y dirigido por un presidente que «no vaya a disfrutar a la Moncloa, que vaya a sacrificarse, a quemarse por una nación que vive una crisis económica y estructural que exige soluciones diferentes a las que se están proponiendo».

Soluciones que dejen al margen viejas polémicas «que superamos los de nuestra generación». «Habíamos conseguido cubrir un manto sobre las dos Españas. Entiendo que todo el mundo tenga derecho a enterrar a sus muertos, pero lo que no se puede hacer es llevar el cadáver por delante de las narices del resto», dice con su sempiterno tono prudente en cuanto escucha hablar de la memoria histórica. «Los dirigentes de ahora no son malvados, pero actúan con falta de sentido de la Historia porque no son conscientes de lo que están levantando», añade.

Una afirmación que explica, según él, la raíz de muchos de los males que atenazan institucionalmente al país. Entre ellos, el del desprestigio de la Justicia y de sus más nobles tribunales. «No sólo es la politización, también influyen otros asuntos como el excesivo trabajo o la pertenencia de muchos jueces a unas determinadas asociaciones que no engloban a la totalidad de los profesionales», señala. Ante esto, ofrece una solución inédita para reducir la influencia de los poderes legislativo y ejecutivo sobre el judicial en órganos como el Tribunal Constitucional o el Supremo: «Aceptaría que los magistrados fueran nombrados por el poder político si lo son con carácter vitalicio, lo que les otorgaría una independencia absoluta respecto de quienes les colocan en el puesto», afirma, tomando como modelo a Estados Unidos.

En esa continua apelación al diálogo, apoya también su discurso respecto a la vertebración del Estado, otra de las «causas» del deterioro estructural de España que denuncia. «En la Transición, los nacionalistas actuaron con responsabilidad, pero nunca propusieron un programa de máximos, que es lo que hacen ahora y que no es lo que pactamos hace treinta años», dice. Ante las urgentes reformas solicitadas por sectores del ámbito educativo, también receta la medicina del diálogo, que «faltó a la hora de tratar el asunto de la asignatura de Religión». «Decir que la religión es un tema privado de cada individuo es no creer en la Declaración de los Derechos Humanos, que respaldan que toda persona tiene derecho a nivel privado y público a profesar la religión que quiera».

Todos estos problemas son, para él, hijos de una misma realidad. «Creo que la actual crisis está relacionada con la atonía moral que vive no sólo España, sino Occidente y, especialmente, la civilización europea, que lleva décadas sin un pensamiento claro», señala. Por eso, ahora más que nunca se aferra al humanismo cristiano como única salida posible para «encauzar la situación». «El humanismo cristiano es la fórmula que debe inspirar las soluciones. El 90% de la población occidental está educada en el humanismo cristiano y, por eso, sólo es una cuestión de escarbar», señala. «La cultura cristiana no es la religión, pero deriva de la religión. En Europa mucha gente ha dejado de creer en Dios y, con frecuencia, se siente obligada a atacar la religión que ha profesado. Es un fenómeno psicológicamente muy comprensible, pero que no está justificado», concluye.