Después de la Resurrección de Jesús surgieron los primeros problemas dentro de la naciente comunidad cristiana. Hubo posturas distintas, opiniones diferentes. A la hora de trasmitir el mensaje recibido y encomendado, no había uniformidad de criterios. Mientras unos, aperturistas, eran entusiastas de la nueva ley cristiana, el amor, otros, intransigentes, exigían el cumplimiento de la antigua ley de Moisés a los convertidos del paganismo. Reunidos en asamblea, solemnemente, los apóstoles y ancianos de la iglesia manifestaron lo siguiente: «Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más cargas que las indispensables».

A parte de la crisis interna por posturas distintas y opiniones diferentes, una crisis externa amenazaba a aquella incipiente comunidad. Los cristianos eran considerados como los culpables de la destrucción de Jerusalén en el año 70 y en el año 90 eran expulsados de las sinagogas por los principales rabinos. Muchos cristianos eran denunciados a la policía romana y llevados a los tribunales. las persecuciones de Nerón, Domiciano y Trabajo hicieron estragos en aquella pobre gente cristiana, cuyo crimen era seguir a Jesús de Nazaret y anunciar su mensaje de paz y de amor.

En estas circunstancias, la promesa de Jesús de permanecer y de estar con ellos, sin duda, contribuyó a no perder la calma en medio de tanta persecución y de tanta muerte: «Yo pediré al Padre que os envíe otro defensor, para que esté siempre con vosotros».

La tarde del jueves, víspera de la muerte de Jesús, fue una tarde densa en contenidos, de sentimientos profundos, de manifestaciones sentidas y espontáneas, mezcla de tristeza por la despedida y de serenidad ante lo que estaba próximo a suceder.

Los cristianos no debemos sentirnos huérfanos, solos. Sigue firme la promesa de Jesús «no os dejaré desamparados». Nadie, al lado de Jesús, con la presencia del Espíritu, se debe sentir sometido, dominado. Con Jesús de Nazaret comienza la era de la espontaneidad, de la sinceridad, de la amistad y del mayor, que va a cambiar por completo las relaciones con Dios y con los hermanos y hermanas.

Somos hombres de poca fe y buscamos apoyos, prebendas, privilegios, poder para poder asegurar la institución y nos falta la confianza que sólo está en la promesa que nos transmite Jesús: «No voy a dejaros huérfanos, volveré para estar con vosotros».

Los creyentes sentimos la cercanía de Dios, presente en medio de nosotros, en la comunidad reunida, en la Palabra, en los sacramentos, en la eucaristía, y, sobre todo, en el próximo, con quien Jesús se identifica.