Ana Blanco Suárez Presidenta de la Asociación para la Integración de Personas con Discapacidad Psíquica-Agisdem

Hace mucho tiempo que tengo en la mente la figura de Ana Blanco como un prototipo de madre coraje. Pensé muchas veces en traerla a estas páginas, pero había perdido su pista, no su amistad, y esta semana al fin, ante el anuncio de la cena benéfica anual que celebra Agisdem, pude localizarla. Allí la tenía, logrando, en su humildad, poner en evidencia el poco valor, la superficialidad de vida de muchos de nosotros; personas como ella minimizan el mérito de la mayoría. Pero al escucharla, aquella sensación se hizo aún mayor, ¡cuántas lecciones en un solo capítulo!

Conocí a Ana Blanco cuando ambas éramos solteras, ella trabajaba en la peluquería Conchita de la calle La Merced, de la que yo era clienta. Sé que era novia de un chico guapo y afable, Manolo Fernández, empleado en el establecimiento de Apuestas Mutuas anexo a la peluquería. A su vez, Ana era una jovencita muy atractiva, rubia y menuda, de hermosa piel. Formaban una buena pareja, se casaron...

Ana Blanco había nacido en Arriondas en 1944, mayor de dos hermanas. Teniendo 15 años se trasladó a Gijón, a casa de una tía, con el propósito de iniciarse en el oficio de peluquería. Tres años más tarde vino a Gijón el resto de la familia; su padre, oficial panadero, pudo colocarse en la empresa Gigia. Ana recuerda aquellos siete años empleados en la peluquería Conchita, como muy felices, pese al trabajo agotador.

-Llegó al fin su boda...

-Habíamos sido novios durante cinco años, y en 1969 nos casamos. Un año después nació nuestro primer hijo, Robert, paralítico cerebral.

-¿Qué pasó?

-Tuve un embarazo normal, y un parto que iba bien. La comadrona dijo que era preciso retardarlo, distanciar las contracciones, y me dio algo con ese fin, pero se pararon. Allí no había ginecólogo ni pediatra, pese a ser un centro sanitario. Al final dijeron que el niño había tragado líquido amniótico, que no tuvo suficiente oxígeno... Nació morado, sufrió convulsiones... Había que asistir a su evolución, pero no hubo ninguna duda respecto a las importantes secuelas que quedaron.

-¿Cómo fue su crianza?

-Desde el primer año necesitó mucha rehabilitación; no caminaba y nunca llegó a hacerlo, toda su vida ha transcurrido en una silla de ruedas, pero su nivel de consciencia es bastante bueno, habla, razona, incluso a veces me sorprende. No ha aprendido a leer, pero se relaciona muy bien.

-¿Cómo lo aceptó su padre?

-Regular... Es algo muy difícil de admitir de primera mano; luego, poco a poco, se asimila, qué remedio. Yo me enfrenté a ello desde el minuto cero; los problemas siempre me han reforzado, no dejo que me superen. La vida es dura y creo que lo que más daño hace es no poder controlar una situación. A Manolo lo habían contratado en Hierros del Cantábrico, pero yo no trabajaba, de manera que pude dedicarme exclusivamente al niño.

-Poco tiempo...

-Sí, al año siguiente de nacer Robert volví a quedar embarazada, pero tuve un parto prematuro, y el niño no sobrevivió; sólo estaba de seis meses. En 1972, tras un embarazo y parto normales nació Pedro, hermoso pero con síndrome de Down.

-¿Y qué?

-Nada, a seguir luchando y aceptar lo que Dios te da.

-¿Nunca se rebeló?

-No, yo me rebelo ante otras cosas. Nunca le pedí cuentas a Dios, mi fe es muy normal, pero es lo que tenía. Si miro para atrás siempre veo cosas mucho peores que las mías. Yo puedo enfrentarme a mis problemas, lucharlos aunque sea duro. Nunca voy de vacaciones, ni al cine ni viajo, todo lo hago con ellos. Son mi vida.

-Su hijo Pedro, ¿cómo se desarrolló?

-Muy bien, como un niño normal, sobre todo al compararlo con su hermano todo era más fácil. Fue muy trasto, rebelde y obstinado, lo que nos obligó a modificar sus conductas. Hoy es un chico autónomo para casi todo y trabaja en el centro ocupacional Ángel de la Guarda.

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«Nunca le pedí cuentas a Dios; si miro para atrás, siempre veo cosas mucho peores que las mías»

«Los problemas me han reforzado, no dejo que me superen y los afronto desde el minuto cero»

«Nuestra primera casa no tenía ascensor y teníamos que subir y bajar a Robert en brazos»