Llevaba varios días dándole vueltas a este escrito cuando la cruda realidad me reafirma en la idea que quería exponer. Aún sin recuperarnos de las noticias que nos llegan del Consejo de la Juventud de Gijón (nuevamente asistimos a un proceso lamentable, altamente partidista, donde brillan por su ausencia proyectos tangibles y aumenta la ruptura social entre instituciones y ciudadanía), ahonda en la necesidad de hacer una revisión en profundidad de cuáles son las estructuras de participación ciudadana de las que nos hemos dotado en los últimos tiempos.

Parece mentira que hace apenas siete años la UE nos mandaba un recado en forma de ley 57/2003, más conocida como «ley de grandes ciudades», en la que instaba a la política municipal a modernizar, entre otras cosas, los cauces de participación ciudadana. El sentido de la ley en este apartado no era otro que adaptar las estructuras de participación (en nuestra legislación dependientes fundamentalmente de ley de Bases de Régimen Local del año 85) a las nuevas realidades sociales, intentando crear cauces más ágiles y próximos a las necesidades de la ciudadanía. De ahí, la nueva distribución de las ciudades en distritos o la aparición de los conocidos consejos de distrito.

Sin embargo, pocos años después de estas reformas ya empezamos a vislumbrar indicadores que nos dicen que la cosa no va como se esperaba. Porque al final nos topamos con la disyuntiva de siempre, a la cual no se quiere dar cabida: «participación ciudadana» es y sólo es un sinónimo de reparto de poderes y decisiones compartidas, y esto aún no es bien entendido. Porque es triste, pero es así, aún tenemos que explicar que el sufragio individual cada cuatro años no es una carta en blanco donde el ciudadano se abstrae de sus obligaciones y derechos. En cuatro años la ciudad cambia, surgen problemas, necesidades y propuestas (que es imposible que puedan estar reflejadas en su totalidad en un programa político) y que es necesario ir discutiendo sobre la marcha?

Hoy en día todo el mundo, hasta los propios concejales municipales, reconoce con total naturalidad que los consejos de distrito son órganos informativos y no decisorios (se volvió a comentar en el último consejo de distrito conjunto entre El Llano y la zona centro el pasado mes de enero). Damos por bueno que hemos creado unas estructuras altamente burocratizadas tan sólo para informar a los ciudadanos, dejándoles claro a éstos que en ningún momento esas estructuras tendrán capacidad para decidir sobre las cuestiones que afecten a sus respectivas zonas. Ni siquiera el famoso millón de euros que se asigna a cada consejo de distrito para que éste decida sobre dónde es mejor colocarlo es en realidad un proceso participativo como tal, puesto que por un lado esa inversión se acota de mano a cuestiones urbanísticas (y no todas) y medioambientales (también muy acotado) y, por otro, tan sólo se pueden hacer «propuestas de inversión» que posteriormente evalúan técnicos municipales ajenos al propio consejo..., es decir, finalmente, el órgano de participación no toma ninguna decisión al respecto.

Ante esto cabe preguntarse ¿para qué entonces los consejos de distrito? Porque si lo que pretendemos es informar, con una buena página web, algún tablón de anuncios y la gaceta municipal nos vale, y de paso nos ahorramos un buen dinero.

Recientemente Jordi Borja, conocido urbanista y sociólogo, aseguraba en Gijón que la participación ciudadana también es confrontación, algo a lo que le tenemos un terrible miedo. Necesitamos confrontar y discutir para avanzar y generar ética democrática. Sin embargo, en las ciudades modernas como Gijón hemos asistido a un desarrollo mucho más potente de aquellos servicios que atienden al individuo cliente (que se representa a sí mismo, con rol individual?), como, por ejemplo, las mal llamadas oficinas de atención al ciudadano, mientras que aquellas estructuras que van en la línea de potenciar la participación colectiva (el individuo como sujeto que representa intereses generales y no individuales) han tenido un desarrollo muy pobre en los últimos tiempos (véase consejos de distrito o, recientemente, los procesos vividos en la FAV Urbana de Gijón o en el Consejo de la Juventud, prácticamente similares). Lo mismo podríamos decir de los consejos de salud del ámbito sanitario o de cualquier otra estructura de participación de hoy en día.

Estamos hablando de desarrollo democrático, de implicación del ciudadano en la toma de decisiones como la vía para generar un diálogo social plural y enriquecedor.

Pero no sólo nos vale con ese espacio de cesión de poderes, el cual ya es difícil de conseguir, sino que además se requiere un proceso técnico bien llevado (con flujos de información permanentes y accesibles, grupos de trabajo bien organizados?), algo a lo que tampoco estamos acostumbrados, dejando la responsabilidad de estas cosas a perfiles políticos, que aunque en ocasiones (no siempre) con buena voluntad desconocen profundamente cómo ha de hacerse esto de la participación.

Por tanto, si además de un déficit democrático evidente en estas estructuras sumamos la idea de que no sabemos establecer procesos de participación técnicamente bien concebidos, el resultado es algo así como lo que tenemos ahora, espacios vacíos de contenido que muestran una incapacidad evidente para «enganchar» al ciudadano a la responsabilidad de ejercer sus derechos y obligaciones.