Gijón se antoja ciudad la mar de salada. Lo asevera un «foriato» que cada mañana y desde el ventanal se rinde al exceso contemplativo del horizonte oceánico, esmeralda y salitre que hipnotiza y atrapa a quienes proceden de la rasa costera del cereal; y que también convoca al regreso a aquéllos que persiguieron, al oído de cantos de sirena, fama y fortuna en aguas australes. Gijón, capital marítima de Asturias y ayer también de la Europa litoral, no se entiende sin su vocación marinera, sin su asomo a la trascendencia del «plus ultra» náutico. Gijón es puerto y es puerta. De entrada, y con demasiada frecuencia y tristemente, también de salida. Gijón es intercambio y abrigo, consigna y estiba, lejano escenario de cartas portulanas, embarque y cabotaje. Incluso los productos de la mar marcan el calendario de las estaciones en esta ciudad de mareantes. Se sabe que el oricio es reloj que anuncia el declinar de los rigores del invierno, y que la costera del bonito llama a concejo al estío.