En noviembre tendrá lugar el primer Festival Erótico de Asturias y esto ya es motivo para escribir sobre el porno. Si me pongo estupendo, menciono a Marilyn Chambers, uno de los mitos de la década de los 70, junto a Linda Lovelace, protagonista de la emblemática «Garganta profunda». A Chambers se le atribuye la primera película interracial o el primer rasurado que pudo verse en la gran pantalla, lo que no deja de ser una hermosa provocación política en la conservadora mentalidad americana de aquella época. Chambers, cuyo verdadero nombre era Marilyn Ann Taylor, nació en 1952 en la ciudad de Connecticut y debutó 20 años después con la cinta «Tras la puerta verde», título que, a menudo, es considerado como el primero en lograr una amplia difusión comercial.

La muerte de Marilyn Chambers hace más de un año, abandonada en el más absoluto ostracismo, nos invita a pensar que el cine porno, tal y como lo conocí en mi perversa juventud, tal como lo vivió Chambers en la suya, también ha muerto. Quiere decirse que la industria pornográfica ha abandonado el argumento insostenible que sostenía a duras penas una película X, quizá porque en nuestra impúdica adolescencia, nunca nos interesaron aquellos relatos.

La evolución del cine porno desde «Garganta Profunda» ha estado marcada por la inclusión de nuevas parafilias, rebajando el argumento hasta su disolución. Sólo una serie de directores como Mario Salieri dotaron de una trama a películas cuyo desenlace carecía de interés. Salieri solía hacer versiones pornográficas de películas convencionales como «El Padrino» o adaptaciones de obras literarias como «Drácula», convertidas en ingenuos y aburridos folletines de un logrado manierismo que, a pesar del empeño, nunca interesaron al espectador.

Si antiguamente una película X se producía planificando su proyección en oscuras salas de cine X y programando su alquiler en los discretos pasillos de un videoclub, hoy sólo se piensa en una escena para su distribución directa a través de Internet. Son millones y millones la páginas webs gratuitas o de pago dedicadas al sexo gay, lésbico, interracial, a los castings, a las orgías estudiantiles o a los polvos grabados por una pareja o un grupo amateur. En definitiva, una millonada de escenas diversas y dispersas, huérfanas de historia, eróticas, crueles o grotescas, cuyo valor reside en la belleza de un cuerpo, en el grado de perversión y morbosidad que logran transmitir al espectador anónimo.

Ya no es necesario saber cine para rodar una película porno, basta con saber follar. Y en esto radica uno de los éxitos de una industria que factura millones y millones de dólares por todo el planeta con escenas que no superan los treinta minutos. Saber follar es importante pero hay algo que interesa mucho más a los consumidores del porno: quieren una realidad que se identifique con sus deseos. Y la realidad es ver a una pareja real en la cama de su casa o a una mujer falsamente desconocida sometida a los deseos de un hombre o de una legión. Eso explica que los vídeos porno amateur tengan tanto éxito en la red y el hecho de que las grandes felatrices de este momento ya no necesiten interpretar un papel como se suele exigir en el cine convencional. Quizá, esta sed de verismo no deja de ser la misma que mantiene al espectador enganchado a los reality shows, o que los dos fenómenos formen parte de la misma obscenidad.

Internet ha transformado la industria del cine porno hasta tal punto que lo ha deshumanizado, como diría Ortega y Gasset. Aseguran sus actores y actrices que sufre una grave crisis porque no es ajena a la piratería. Me gusta afirmar que el cine porno, tal como nació, es el primer género cinematográfico que muere de éxito. La muerte del cine porno tiene lugar cuando fallecen sus primeras actrices. Sin embargo, su desaparición ha dado lugar a la proliferación de millones de vídeos. El porno ha muerto y sin embargo está más vivo que nunca. En noviembre estará aquí.