Han sido cuarenta años en la calle Alegría, en los sótanos de un edificio, cuya estructura en su construcción, se acomodó para poder servir de lugar de culto y evangelización de la recién creada Parroquia del Buen Pastor. Fueron años de estrecheces y carencias pero de entusiasmo, iniciativas e imaginación. En aquel reducido lugar había de todo, cabían todos aunque fuera de perfil y se atendía a todos. Era el punto neurálgico del barrio. Eduardo Gordón, que pasea jubilado y jubiloso por el muro, supo marcar caminos, abrir horizontes, educar en el compromiso, sembrar y cultivar una fe recia con vetas castellanas, con sentido parroquial y de barrio en buena simbiosis. Y con él y detrás de él, mucha sangre joven dejó allí su impronta y su carisma: Chema Hevia, Tirso, Jesús Manuel, José Ramón, Jesús Huelga, ahora Juan Hevia que logró culminar el proyecto? y D. Atilano antes obispo auxiliar y actual obispo de Ciudad Rodrigo. Ese sótano, calado de tuberías, envejecido y deteriorado después de cuatro décadas de multiuso, dificultoso y estrechísimo, pero lleno de historias y vivencias, de alegrías y de lágrimas, se ha transmutado en un templo con rostro amable, armónico, que anuncia lo que allí se vive y se celebra. Una vez más, se hace verdad aquello del evangelio de que «si el grano de trigo no muere, no da fruto». Cuando te encuentras con su fachada, está como diciendo, aquí quepo, aquí, a pesar de los desniveles de la irregular parcela que me tocó en suerte, me acomodo bien, aquí estoy para servir a todos, para conversar, ayudar y ofrecer lo que tengo. Estoy lleno de puertas y ventanas porque quiero convivir con vosotros. Desde mi torre os veo en el parque de Los Pericones y levanto mi cruz de acero corten anunciando un estilo de vida, el de Jesús de Nazaret, el que entregó su vida por nosotros en la cruz. El arquitecto, Chema Cabezudo, ha sabido realizar una obra «atopadiza, hallaíza», moderna y clásica, sugerente, luminosa (ahora la alegría la despierta la arquitectura del nuevo templo) que despierta a lo sagrado y trascendente e invita a participar con gusto en lo que allí se celebra, donde uno se siente acogido desde que entra por su puerta.

Este domingo se cierra un ciclo que comenzó en el año 1970, cuando la iglesia de Gijón tuvo un parto múltiple, nada menos que nueve parroquias nuevas. Tantas fueron las criaturas y tan pocas las posibilidades de darles cobijo a todas que, a tres, hubo que cederlas en adopción a los PP. Capuchinos, Carmelitas y Jesuitas que ya tenía choza en la ciudad. Las otras seis, La Resurrección, El Espíritu Santo, San Vicente de Paúl, San Martín del Cerillero (hoy San Melchor), la Sagrada Familia de Contrueces y ésta del Buen Pastor) tuvieron que buscarse la vida como pudieron, unas en bajos y otras en sótanos. Gijón, en esos años, había experimentado un crecimiento demográfico muy rápido. No hay más que consultar la gráfica empinada y casi vertical que se dibuja entre los años 60 -80. La ciudad pasa de 90.000 habitantes a 233.000 y el municipio de 124.714 a 255.969, lo que hizo que el parque inmobiliario de viviendas se llegara a cuadruplicar. El periodista Carantoña, escribe en el año 1973 que, «un desbordamiento demográfico así crea situaciones nuevas, o problemas nuevos, capaces de poner a prueba la capacidad organizativa de una corporación municipal». También la de la iglesia, que supo reaccionar y tomar decisiones a tiempo. La parroquia tiene que nacer con el barrio, tiene que ser y hacer barrio, era la máxima que se profesaba; aunque sea en un tendejón, como se había hecho y experimentado con acierto en La Calzada. Hoy lo canta la historia: las parroquias gijonesas fueron impulsoras y colaboradoras del movimiento social y asociativo ciudadano. La fe y los valores cristianos no son anodinos, son movilizadores de derechos y deberes para una buena convivencia. Ahí está la prueba. Con la creación de estas nueve parroquias, escribe José Luis Martínez, párroco jubilado de San José que, juntamente con don Pío, son los más veteranos curas de todo el arciprestazgo (cerca de sesenta años en la villa currando apostólicamente), llegó un grupo de sacerdotes jóvenes o de mediana edad que dieron un enérgico empuje y un creativo dinamismo a la pastoral y al quehacer parroquial y evangelizador. Hoy, se reconoce que fueron la avanzadilla, con algunas situaciones conflictivas y saltando chispas, de un cristianismo vivo y comprometido, pegado a la realidad. Las circunstancias sociales y políticas le exigían. No sin dificultades y temores, (el inefable D. Manuel párroco de San Lorenzo, apodó cariñosamente al grupo más inquieto como «los tupamaros»), los nuevos y los veteranos se insertaron en un grupo variopinto que marcó estilo y huella e intentó responder a «los signos de los tiempos» en aquella época postconciliar. Algunos de ellos, socios del Sporting y entendidos de fútbol, hacían tertulia deportiva muy entretenida durante el descanso del partido en el Molinón en la que J. M. Ovín y Bardales llevaban la batuta.

Con la certeza de que me dejaré algunas cosas, ayudándome de lo conferenciado o escrito por José Luis Martínez, que en una entrevista en LA NUEVA ESPAÑA le confesaba con espontánea gracia a Cuca Alonso que «rezaba poco pero bien», me parece importante reseñar, como fruto, seña y trabajo de aquellos años y de una iglesia entrañada y sintonizada con la vida y los problemas de la ciudad: el compromiso con la educación de la parroquia de San Miguel de Pumarín, en ese inmenso polígono muy deficitario en puestos escolares, los institutos filiales de Roces y la Calzada, la denuncia profética clara y libre de Fátima, los luchadores militantes de los movimientos especializados de Acción Católica, la liturgia esmeradamente celebrada de La Resurrección, la dimensión social de la fe que se predicaba y divulgaba en las conferencias cuaresmales de San José, «Gijón, una ciudad para todos», Tremañes y los gitanos, CISE, «De hermano a hermano», Albergue Covadonga, Siloé y Proyecto Hombre donde tuvieron mucho que ver los hombres de A. C., la Residencia de ancianos en la misma casa rectoral de la Parroquia de San Pedro y los pisos en San Lorenzo y el Buen Pastor, la vitalidad de los Cursillos de Cristiandad, sementera de personas entregadas, la pastoral numerosa de jóvenes del Corazón de María? No son nostalgias, son hechos acreditativos de una misión evangelizadora, de una iglesia que supo estar en el templo y en la calle.

Con la inauguración y bendición del nuevo templo del Buen Pastor, podemos decir que se cierra una etapa significativa de la iglesia de Gijón, que tiene sello de identidad. Queda como muestra material de esta época y de una actitud pastoral, en el subsuelo de la calle Magnus Blikstad, el templo del Espíritu Santo, que con tanto mimo fue decorando José Manuel Fueyo, su iniciador y primer párroco. No le quedan centímetros, en esa zona abigarrada de torres altas, para poder emerger a la superficie y mostrar su rostro amable.

Este acontecimiento nos puede dar pie para reflexionar sobre lo que se hizo y proyectar sobre lo que se debe hacer. Gijón sigue creciendo, cambiando y planteando otros desafíos que requieren otras respuestas. El Papa, a quien leo con gozo, acaba de recordar aquello de Juan Pablo II que «el camino de la iglesia es el camino del hombre» y la imagen del Buen Pastor, muy catacumbita, que hoy estrena la Parroquia, nos muestra cómo hay que ir en busca y llevar sobre los hombros a este mundo tan secularizado. ¿Sólo secularizado?