J. M. CEINOS

Desde que el Gobierno de la nación presentó en el Congreso los Presupuestos Generales del Estado de 2011, anda el ministro de Fomento, el lucense José Blanco, empeñado en mostrar los beneficios de lo que se ha dado en llamar «financiación público-privada» para afrontar las grandes obras públicas diseñadas antes del descalabro de la economía nacional. Es decir, según el ministro de Palas de Rei, especialista en dinámica de grupos y técnicas de organización, así como en comunicación política y sociología electoral, la clave es que las empresas privadas adelanten el dinero de las obras y, luego, que lo recuperen con peajes.

Nada nuevo bajo el sol, por otra parte, en la historia de las obras públicas españolas, asturianas y gijonesas. Sin ir más lejos, sólo hay que ir a la hemeroteca para comprobar que la fórmula ya trató de aplicarse, por ejemplo, hace nada menos que 80 años, en una de las infraestructuras entonces consideradas fundamentales para el desarrollo de Asturias: la autovía Oviedo-Gijón.

El viernes 15 de agosto de 1930, el diario gijonés «El Noroeste», como era su costumbre, sacó a la calle un suplemento especial por la «Semana grande» local. En una de sus páginas, a dos columnas, desde la redacción de la calle del Marqués de San Esteban daban cuenta, en un antetítulo, de «una gran obra para Asturias», que no era otra que «la autovía Oviedo-Gijón», reza en el titular.

Mientras en San Sebastián, aquel mismo mes de agosto de hace 80 años, las principales fuerzas republicanas pactaban un Gobierno en la sombra como antesala a la caída de la monarquía de Alfonso XIII (que se verificó el 14 de abril de 1931), desde las páginas del republicano diario gijonés se anunciaba a los lectores que «es ya una realidad la autovía Oviedo-Gijón. El Gobierno ha dado ya forma legal a este proyecto asturiano llamado a enlazar y a fundir en una sola, en un futuro, a las dos principales ciudades de nuestra provincia».

Incidía el diario en que «quizás de todas las autovías proyectadas en España, ésta, desde la capital de la provincia a nuestra ciudad, es la más lógica, y la que tiene un fundamento económico más firme».

Razonaba a continuación el autor del texto (que se publicó sin firma, costumbre habitual en los periódicos de la época), que «para Asturias, supone un beneficio incalculable, no ya solo por la unión de Oviedo y Gijón, sino porque en todo el trayecto ha de estimularse la edificación, y esa gran vía no tardará en quedar transformada en una calle de veintitantos kilómetros de longitud, nutrida de hotelitos en los que encontrará el que los habite los atractivos que reúne la vida en el campo y la comodidad de los medios de comunicación constantes con las dos poblaciones, porque las líneas de autobuses y el mismo tranvía, constituirán servicios de transporte intenso».

Por «hotelitos» hay que entender viviendas unifamiliares, y «el mismo tranvía» puede ser un antecedente del proyectado hace años «tren-tran» para crear una nueva centralidad en el nudo metropolitano del «ocho» asturiano y del que nunca más se supo.

Pero vayamos a la miga del asunto de la autovía. Explicaba «El Noroeste», ahí está la clave, que «la empresa concesionaria va a desplegar la mayor actividad para la ejecución del proyecto» y recordaba el diario gijonés que «ha sido constituida una cuantiosa fianza que exigía el Gobierno para conceder su aval». Además, «la autovía Oviedo-Gijón cuenta ya con la cooperación económica del Estado, la de la Diputación provincial y la de los Ayuntamientos interesados».

El proyecto, «un alarde de técnica», era obra de los ingenieros «Corugedo (don Emilio) y Sánchez del Río», quienes, sigue diciendo «El Noroeste», tras «un concienzudo estudio del terreno que atraviesa la autovía, se ha logrado salvar desniveles y evitar curvas. Las que figuran en el proyecto tendrán un radio tan amplio, que los coches podrán entrar en ellas a grandes velocidades».

Las características técnicas eran, para la época, impresionantes: «El ancho de la parte destinada a autovía, propiamente dicho, será de doce metros, con pavimentación de cemento; llevará dos calzadas de seis metros cada una a ambos lados, aceras, jardín y granjas de terreno que se parcelarán dejándolas en favorables condiciones para la edificación».

Se calculaba el «presupuesto de contrata» en «10 millones 250 mil pesetas, lo que supone un costo medio por kilómetro de 360.900 pesetas. Sumando a estas cifras la de un millón 700.000 a que se calcula asciende el importe de la expropiación de terrenos, vemos que el coste total es de cerca de doce millones que se invertirán en Asturias en circunstancias en que la crisis de trabajo hace más necesario que nunca el empleo de brazos».

Las cuentas eran claras: por el peaje del transporte de viajeros y de mercancías la empresa concesionaria ingresaría diariamente 2.880 pesetas (1.051.200 pesetas al año), mientras que los gastos se especificaban en 100.000 pesetas para la conservación de la autovía y en 120.000 pesetas los generales. En resumen, un buen negocio: «Beneficio líquido, 831.200 pesetas».

Otro capítulo no menos importante era el del precio de los terrenos contiguos a la autovía, que especulación siempre la hubo: «Los terrenos utilizables susceptibles de ser urbanizados en la forma indicada en los planos, superfician dos millones de metros cuadrados» y en el diario «El Noroeste» hacían la cuenta: «Fijando el precio medio del metro cuadrado de estos terrenos en seis pesetas, representan aquéllos un valor de doce millones de pesetas».

Las cuentas, como se ve, estaban claras, pero llegó la Segunda República, la crisis económica de 1929 aterrizó en España, luego estalló la Guerra Civil y de postre la autarquía de la posguerra. Por eso el proyecto de la autovía quedó en el cajón del olvido.

Hace medio siglo, el 25 de octubre de 1960, LA NUEVA ESPAÑA publicaba un reportaje en su página quinta bajo el antetítulo: «Un tema de permanente actualidad», que no era otro que la ya por entonces llamada autopista Oviedo-Gijón.

Dos redactores del periódico eran recibidos por Augusto Díaz-Ordóñez, conde de San Antolín del Sotillo, en su casa-palacio de Villabona, «una casa con una torre a la derecha» y «orientada al mediodía, el señor conde tiene la sala de trabajo, una galería espaciosa a lo largo de la cual hay una amplia mesa. Allí, libros, papeles en un familiar desorden. Entre ellos, el señor conde (que había sido sorprendido por el fotógrafo a la puerta de su casa de regreso de un paseo por sus posesiones) encuentra enseguida los documentos relativos a la concesión de la autovía -entonces, en 1927, se llamaba así- en cuestión».

Eran, hace cincuenta años, los tiempos en los que se empezaba a aplicar el plan de estabilización en España, que liquidó la autarquía y puso las bases del desarrollismo de los años sesenta, en los que se comenzaron a construir las primeras autopistas en España.

Y el conde de Sotillo, defensor de la autopista entre Gijón y Oviedo, hablaba de rescatar el proyecto de la concesión e insertar en la empresa «aportaciones de los asturamericanos a plena participación y a tenor de los prescrito en la ley de Sociedades con la finalidad de construir esta autopista Gijón-Oviedo».

Una novedad era una ramificación a Avilés, concejo en el que se radicaba la gran siderurgia pública Ensidesa. Por eso, el conde de Sotillo puntualizaba: «Una vez en marcha la construcción de la autopista, sería el momento de estudiar y conseguir la ampliación de la concesión, con un ramal a la Siderúrgica (sic), siendo el punto de intersección, aproximadamente, Serín y Monteana, no Villabona, como se llegó a decir».

La primera autopista de España, Barcelona-Mataró, se inauguró en 1969. La segunda, el tramo Basauri-Amorebieta, en 1971 (en 1974 se completó el vial de alta capacidad entre Bilbao y Behobia), luego la de Madrid-Adanero y finalmente la autopista Oviedo-Gijón-Avilés, la «Y», no de peaje como las anteriores, el 13 de febrero de 1976. Costó, a cuenta de las arcas del Estado, 4.500 millones de pesetas, una cifra «fabulosa» según los periódicos asturianos de la época.