La fiesta de Cristo Rey, que fue trasladada al último domingo del año litúrgico, resume el núcleo central del anuncio del evangelio, el Reino de Dios, que es la verificación de una esperanza, la superación de todas las alienaciones humanas, la destrucción del mal físico y moral, la instauración de un cielo nuevo y una tierra nueva, la utopía que constituye el anhelo de todos los pueblos.

A estas alturas de la historia quizá sea necesario y conveniente despojar a esta fiesta de Cristo Rey del ambiente en el que nació, en una Europa republicana y anticlerical, frente a la cual la Iglesia se afirmaba en la defensa del poder temporal de los Papas, en la añoranza nostálgica de una cristiandad medieval. Hoy este lenguaje nos resulta poco apropiado para nuestra época. Después del Concilio Vaticano II, debemos situar esta fiesta en un nuevo contexto social, acorde con el evangelio, en la perspectiva, no del triunfo y del poder, que nunca buscó Jesús de Nazaret, sino desde la entrega y el servicio.

Jesús habla con frecuencia del Reino de Dios, que es distinto, diferente de los reinos de este mundo. En el reino que anuncia Jesús, el que manda debe servir, las armas no son las mesnadas aguerridas y enfurecidas de soldados, sino la justicia, la verdad, la gracia, la santidad, el amor y la paz.

El Reino de Dios supone «romper las ataduras de la iniquidad, liberar a los oprimidos, quebrantar todo jugo, partir tu pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano» (Isaías).

Jesús huye, cuando quisieron hacerle rey, después de una comida gratuita y abundante, pero, cuando está encadenado, coronado de espinas, con las manos atadas, acepta la realeza en el diálogo, impresionante y desconcertante, con Pilato: «¿Eres tú el rey de los judíos? Y respondió Jesús: «Sí, tú lo dices».

Ante Cristo crucificado hubo diversas reacciones: el pueblo lo ve como un fracaso. «Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: tú, que destruías el Templo y en tres días lo levantas, sálvate a ti mismo». Los jefes lo ven como un sarcasmo: «baja de la cruz y creeremos en ti». Los soldados lo ven como una burla: «Salve, rey de los judíos». En medio de la confusión y del misterio, un hombre, el buen ladrón, se dirige confiado a un Jesús agonizante, como a su salvador: «Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino» y Jesús le responde de: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».