Lo del público gijonés es gusto por la ópera sin medida ni mesura. De no ser así no se hubiera llenado el teatro de la Laboral ni se hubieran escuchado las ovaciones que en la noche del pasado sábado se brindaron al elenco de «Aída».

La ópera de Verdi, de cuatro actos, cuenta el amor entre la princesa etíope Aída, esclava en Egipto, y el «condottiero» egipcio Radamés. Verdi nos lleva hasta el Egipto del Imperio Nuevo basándose en la historia de Edouard Mariette para hablar de la elección entre el patriotismo o el amor. Se trata de una de las mejores obras del italiano, que para el estreno de «Aída» en 1871 ya había llevado su estilo hacia las cotas más altas: su inspiración nacionalista y las ganas de prolongar la tradición italiana no impidieron que con los años su trabajo fuese cada vez menos convencional y más profundo. En la exótica «Aída», cuya escenografía típica es de lo más grandilocuente, llena del lujo y boato de los faraones, se le da un gran peso específico a la orquesta. Los cantantes, comenzando por la protagonista, se enfrentan a papeles muy exigentes vocalmente y de gran intensidad dramática.

En la representación del sábado las rivales Aída y Amneris, interpretadas por Carmen Gurban y Nash Andrada, fueron las más acertadas y suficientes de todo el reparto: la primera, por verosímil y entregada; la segunda, por el empaque y contundencia que quiso dar a su papel de princesa. Lo mismo se podría decir de Amonasro, Ionese Oleg, que al menos mostró cierta solidez y vigor en sus intervenciones. La tónica general del resto de solistas, así como de la orquesta, del coro, de los números de ballet y hasta de la escenografía, fue que ganaron en expresividad y solidez según iban pasando los actos, pero aun así la sensación no fue de estar ante una representación brillante, sino a medio gas. Mención aparte se la debería llevar el tenor Ernesto Grisales, interpretando a Radamés: frío en la escena, poco creíble y ocultado por sus compañeros durante los dos primeros actos.

Reapareció ligeramente en el final de la ópera, como si por arte de magia hubiese aparecido un micrófono para él. Ni vocalmente ni interpretativamente su actuación brilló. ¿Fue un sueño o en una de sus escenas llevaba una bufanda de cuadros en el hombro, impropia del valiente guerrero Radamés? Este detalle sería lo menos importante si se hubiesen cumplido las expectativas del público, que esperaba con ansias ver una de las óperas más populares con una producción de mayor nivel. Pero no fue así esta vez, y si la música se valorase con la relación calidad-precio, que no es el caso, más de uno pensaría si acudir en masa o no a llenar la Laboral cuando nos ofrezca otro espectáculo similar. El ya reiterado detalle del coro de entonar el «Asturias, Patria Querida» tras los aplausos finales no debería servir como premio de consolación, sino que debería quedarse de una vez como mera anécdota. Y si no, siempre nos quedará el Campoamor.