Yo el primer recuerdo que tengo de la aviación fue la llegada, a finales de julio (de 1936), de aviones que venían de León. Estábamos en la estación para coger el primer tren que salía desde el día 18 hacia Oviedo, que sólo llegaba a Lugones, y al oír los motores nos metimos en la estación. Lo que soltó el avión eran octavillas animando al alzamiento.

Cuando todavía no había caído el Simancas (el cuartel habilitado en el colegio de los jesuitas para el Regimiento de Infantería de Montaña «Simancas» número 40), hubo el primer bombardeo grande, la víspera de Begoña, sobre el medio día. Lo peor fue en la calle de Jovellanos, en la estación de Langreo y junto al hotel Savoy (Saboya después de la Guerra Civil, situado al principio de la calle Corrida, frente a los jardines de la Reina), donde un grupo de extranjeros estaba esperando para embarcar y salir de Gijón. Hubo más de 50 muertos y 100 heridos, la impresión fue terrible, de todos ellos tomó nota el forense, Honorino Manso, con todos los datos.

Cuando empezaron los ataques del «Cervera» (crucero ligero de la escuadra nacionalista) nos fuimos todos a Prendes, a la quintana que se conoce como la Casa del Artilleru, frente a donde está hoy el restaurante Casa Gerardo, esperando allí a que la situación se normalizase y terminase el peligro.

Cerca de allí se estableció un campo de aviación, en la finca de Cuervo, desde el que volaban aviones de las Líneas Aéreas Postales de España, que se habían adaptado para lanzar bombas sobre el Simancas. El lanzamiento era totalmente manual, sin sistema de precisión ni automatismo alguno.

Aparte de los bombardeos del «Cervera» también había que andarse con ojo con lo que lanzaban desde el Simancas, balas y morteros que podían caer en cualquier parte. Yo recuerdo la explosión de un obús aquí cerca de la plaza del Seis de Agosto, al lado de casa. Después de la caída del Simancas la vida se normalizó bastante, hasta que en 1937 comenzaron a ser cada vez más frecuentes los bombardeos.

Se habilitaron entonces refugios, unos hechos por mineros especialistas como los túneles de Begoña y Cimadevilla. El de Cimadevilla no lo conocí. El de Begoña comenzaba en la cuesta de Fernández Vallín e iba bajo tierra, bajo el paseo, hasta llegar al quiosco de la calle de Covadonga frente al café Dindurra, donde había otra entrada. A ése fui alguna vez, pero había el problema de que allí acudía mucha gente, había caídas en la entrada y momentos de mucha aglomeración, así que dejamos de ir.

Al que íbamos en casa habitualmente era al de la calle de Pelayo, en el solar de la casa donde hoy está la tienda de antigüedades. Allí se había hecho una especie de búnker con techo de viguetas y cemento y que daba sensación de seguridad. También pasamos algún bombardeo en el portal de casa.

Nada más que comenzaban a sonar las sirenas echábamos a correr. Sonaban todas las de las fábricas y, en el centro, también se oían a través de la megafonía que se había instalado en locales públicos y calles principales para dar noticias de guerra y alocuciones, ya que se habían confiscado todos los receptores de radio. Aún recuerdo ir a entregar con mi padre la nuestra, un aparato precioso, al depósito donde se recogían en la calle de Mieres, donde te daban el resguardo correspondiente.

Se bajaba al refugio y allí se esperaba a que pasase el bombardeo, los aviones se oían pero lo peor era el chirrido que hacían las bombas al caer, a veces parecía lejos pero la explosión era muy cerca, y viceversa. Luego se daba el aviso otra vez con las sirenas de que ya habían pasado los aviones y entonces salíamos. Aún muchos años después, ya adulto, el toque inesperado de las sirenas, tan habitual en las fábricas que había por todo Gijón, me causaba una desazón especial.

Ya cuando los bombardeos eran frecuentes y la situación iba empeorando se produjo un suceso del que yo no he leído referencia alguna hasta ahora y que causó muchísima impresión entre la gente. Se había montado un campo de aviación en Las Mestas que servía como base a una escuadrilla de aviones rusos traída por el general Goriev.

Un domingo de verano, en agosto del 37, se preparó una exhibición aérea con un grupo de aquellos aviones rusos, los Poliakov, cortos, todo motor, por eso los llamaban «chatos», que iban dando pasadas sobre la playa, para dar a la gente sensación de protección frente a los ataques de la aviación.

En lo que ya parecía el final, dos chocan en el aire y van a caer hacia la ería del Piles; otro tercero creo que cayó cerca de la cárcel de El Coto... La impresión fue grande y la desmoralización terrible. Era una muestra de fuerza para levantar la moral y la defensa que teníamos y terminó así...

Ya en los últimos meses la situación empeoró y los ataques comenzaron a ser muy frecuentes. Solían empezar a primera hora de la mañana, sobre las ocho. Uno de los peores ocurrió poco antes de la caída de Gijón. Bombardearon el campo de aviación de Las Mestas, el teatro Dindurra (el actual Jovellanos), el edificio del Club Atlético Gijonés, el edificio donde estaban los almacenes de la empresa Uralita en la plaza del Carmen... En uno de esos días cayó una bomba en un almacén de jamones de la calle de la Libertad, donde también vivían los dueños, a los que no les dio tiempo a salir al refugio. Allí murió aquel día toda la familia, padre madre y cinco hijos, sólo se salvó uno que estaba estudiando en Suiza. Fue una tragedia terrible.

Antes de eso nosotros ya habíamos salido de Gijón, porque le riesgo era grande, y fuimos a vivir al palacio de Las Clotas, en Contrueces. Allí llegamos a vivir 15 familias, más de 100 personas entre familiares y amigos. El caso era ponerse a salvo.

Desde allí vi varios bombardeos, cómo caían las bombas y los aviones. Entre bombarderos y cazas alguna escuadrilla llegó a tener unos treinta aparatos. Yo vi el bombardeo de la Campsa, la explosión y el humo que cubrió Gijón con un manto negro.

(El testimonio del decano de los periodistas gijoneses aparece recogido en el libro-catálogo de la exposición «Gijón bajo las bombas», que coordina el historiador Héctor Blanco).