Historiador y especialista en la arquitectura de Gijón

Héctor Blanco ha caminado Gijón mirando hacia arriba y de su observación surgió el estudio de la arquitectura que contemplaba. Hoy es un experto total que ha publicado casi una veintena de libros temáticos; en ellos brillan los tesoros arquitectónicos que ha podido conservar Gijón, o la trayectoria de sus autores. En esta línea ha comisionado diversas exposiciones, además de obtener varias becas de investigación.

-Por favor, defínase.

-Soy una persona bastante curiosa; me gusta mirar y entender qué hay detrás de lo que veo. En francés yo sería un «flâneur», es decir, un observador de los fenómenos urbanos. De este modo se descubren cosas y gentes muy curiosas. En el aspecto personal me considero tenaz y por lo tanto fiable; nunca he abandonado un proyecto, incluso los he rematado bien por dispares que fueran, aunque tampoco soy un plomo. Me ilusiono fácilmente con el trabajo. Nací en Mieres, 1970, pero resido en Gijón desde hace más de 20 años.

-¿Dónde vive?

-En la plaza de Europa, en el único edificio que sobrevivió a la manzana reseca.

-¿De pequeño qué quería ser?

-Albañil. Lo deponer ladrillos e ir viendo cómo se ejecutaba la obra me fascinaba. Mi familia lo traducía en una tendencia hacia la arquitectura. Pero hice Historia después terminar el Bachillerato en el Instituto Jovellanos.

-¿Es usted un joven insatisfecho?

-Tengo 41 años, luego joven ya no soy, pero participo de esa inconformidad de los jóvenes, aunque yo no me considero insatisfecho; he trabajado desde los 20 años siempre en labores que me gustaban.

-¿Qué opina de este movimiento?

-Lo considero positivo al obligarnos a hacer una reflexión social que era necesaria. Habrá que analizar cómo queremos que funcione el país y sobre todo con qué criterios.

-¿En qué momento ha sido más feliz?

-Recuerdo los veranos de mi infancia, cómo disfrutaba a diario en la playa de El Rinconín. Mi familia coincidía con otra en la que también había niños y aquello era como un parque para nosotros solos. Explorábamos entre las rocas, nos bañábamos... Recuerdo las horas para hacer la digestión como una pesadilla.

-¿Cómo ve el futuro, medio vacío o medio lleno?

-Incierto, sobre todo ahora debido a las circunstancias, en que no sabemos qué referentes son válidos o no lo son.

-¿Cómo calificaría a Gijón desde su larga experiencia?

-Es una ciudad tipo capas de cebolla. Debajo de lo primero que se ve, una urbe maltratada y fea, rodeada de un marco espectacular que la dulcifica, como el mar, el verde, el campo, hay muchos gijoneses de aspectos muy sorprendentes que ofrecen puntos de vista muy atractivos. La ciudad actual es interesante y vigorosa.

-¿Y su grado de habitabilidad?

-Magnífico, primero por su topografía y después por la labor urbana desarrollada en las últimas décadas con el objeto de humanizarla.

-¿Qué es mejorable?

-Sería necesario fomentar el conocimiento de los propios gijoneses hacia su patrimonio arquitectónico, para que fueran conscientes de las partes positivas de la ciudad y sobre todo de su historia.

-¿Qué haría con el Muro?

-Nada, no veo que tenga solución. Los edificios están ahí y salvo que ocurra una catástrofe que nadie desea... Con cristales o sin ellos, es lo que hay.

-Señale un edificio estrella...

-Mejor un elemento estrella: La Escalerona. Es una bisagra entre la ciudad y la Naturaleza, moderna y útil. Además tiene termómetro, reloj, mástil de banderas, mirador... De otro modo me gusta observar el empeño de varias generaciones de arquitectos que se molestaron en dotar a Gijón de una arquitectura de vanguardia. Ahí tenemos el techo del Café Dindurra, el edificio racionalista de la plaza de San Miguel, 1, el modernismo de Miguel García de la Cruz, el aporte de Mariano Marín para la recuperación de la modernidad en los años 50 y 60...

-¿La piqueta de los años 60 y 70 no tiene perdón?

-No, no lo tiene. Es terrible ver que, respecto al patrimonio arquitectónico de la ciudad, ha sido peor el desarrollismo de esa etapa que la Guerra Civil. Es una pena, ya que como recurso turístico, Gijón tendría puntos importantes para venderse mejor.

-¿Tiene usted un arquitecto predilecto?

-No soy nada mitómano, me gusta observar las biografías con sus puntos claros y oscuros. Tengo varios referentes por la coherencia de sus obras. Uno de ellos puede ser Niemeyer.

-¿Hay un tiempo lúcido en la construcción de Gijón o todo es confuso?

-Dejando de lado el núcleo histórico de Cimadevilla, hubo un período, entre 1880 y la Guerra Civil, en que quedó una huella muy positiva en la imagen de la ciudad. Luego, en los años 50 y principios de los 60 hay otro muy interesante y poco conocido, en el que vemos, por ejemplo, la gasolinera de la avenida de Portugal con aquellos paraguas de hormigón casi similares a los que diseñó Norman Foster en los años 90; el proyecto de Mariano Marín es de los 50. Y en la actualidad estamos en una fase notable; el proyecto para la sede de la EMA es magnífico, y el pabellón del Ayuntamiento de Gijón en la Feria de Muestras me encanta.

-¿Por dónde se inclinan sus pasiones?

-Una pasión, los negritos de la Confitería Biarritz, en el Muro. Otra, las ferreterías y las tiendas de bricolaje; me llevé un gran disgusto con el cierre de la Maderera Gallega. Y una tercera, viajar.

-Le regalo un billete...

-A Costa Rica, por favor. Es un país de Naturaleza desbordante, con volcanes, selva, montaña, playas, flora, fauna... Y el único que no tiene ejército de todo el continente americano, lo que dice mucho de sus gentes.

-¿Qué talento añadiría a su personalidad?

-Tener buen oído; el mío es de corcho. Una buena sensibilidad musical.

-¿Qué posee de su dilección?

-Un trébol de cuatro hojas que me regaló una amiga. No sé si me ha dado suerte, pero lo aprecio mucho.

-¿En qué trabaja actualmente?

-Soy documentalista en la TPA.