Todos tenemos claro que nuestros cementerios, los parroquiales, los municipales, los civiles, incluso esos otros «recintos funerarios» tan extraños como las fosas de los represaliados de uno y otro bando, o los cementerios «moros» como el de Barcia, o evangélicos como el de Mieres, son parte de nuestra historia y, por tanto, han de conformar parte de nuestra memoria histórica.

Digamos que la muerte, con independencia del poderío de cada cual, nos hace a todos iguales, tan sólo tras el tráfago al Oriente Eterno hay un después donde el campo de la muerte se define, clasifica y divide en función de estéticas, de poderíos, de soberbias y de modestias, lo cual muchas veces ya tales distingos se denotan en las esquelas. Pero ese componente se hace más patente, si cabe, en los recintos funerarios, a veces llegando al absurdo, lo cual a veces se manifiesta en epitafios o en otras vanidades de las cuales el difunto ni sabe, ni se entera, y que en general podemos decir que es una exhibición del difunto, pero más aún de los dolientes vivos.

Hasta tal punto a veces llega la discriminación que en un cementerio del Levante un enterrador estaba enfadado porque en su ausencia le habían enterrado en la parte no debida a un parroquiano, ya que éste pertenecía a una cofradía o asociación que protocolariamente se enterraba en otra parte del cementerio, y barruntaba que si el Ayuntamiento no le daba el consiguiente permiso, conjeturaba hacer el cambio por su cuenta y riesgo... Lo que es la muerte, y lo que es nuestra memoria... Mucho se reivindica ahora lo de la memoria, pero lo cierto es que a nuestros cementerios, salvo tres días al año, les damos bastante la espalda, es como si tocara pasar a otra cosa, como un cansancio de tristeza tras Todos los Santos y los Difuntos, que en el fondo no es más que hombres y mujeres dormidos en espera de la eternidad, pero cuyos sempiternos emplazamientos olvidamos pronto, y ese olvido lo observamos a menudo en panteones que se van quedando corroídos por el paso del tiempo, o en esas tumbas despanzurradas que enseñan sus más profundas negruras, o esos restos de un quehacer cantera, o de forja repartidos por los camposantos, sin ton ni son...

A nuestros monumentos funerarios les atacan esos dos males, la falta de memoria histórica y la carcoma del tiempo, y, cómo no, las modas. Al igual que les pasó a nuestras abuelas con las cocinas, que les dieron el cambiazo del castaño por la formica, pues a nuestros cementerios les está sucediendo lo mismo. A raudales la carcoma de la modernos devora espacios singulares por el igualitarismo del mármol negro, con Cristo de plástico, es como si estuviera entrando un cierto virus igualitarista; antes fueron los nichos, ahora esa especie de catafalco negro que iguala y no distingue, y que ni siquiera entretiene al paseante que espera encontrar en esas duras camas de eternidad la singularidad, el toque personal, o la leve diferencia de quien puede y lo expresa, o quien no quiere y deja la muerte funeraria como un trasunto en manos de los vivos.

Es un lamentable error que dejemos caer por desidia la escultórica funeraria, o el urbanismo y arquitectura funeraria o la simple forja representada en simples cruces, que son la memoria, además de la que aportan difuntos, memoria que se nos va entre los resquicios del voluntario alzhéimer social que padecemos.

Espero que a nuestro cementerio del Sucu se le acabe cayendo la frontera topológica del muro y se convierta en un cementerio-jardín con el reverdecer de los elementos románticos, o al «lawn cemetery» (el prado-cementerio inglés), que le da otro encanto más anglosajón y cuyos modelos podrían verse versionados en el parque de los Pericones en un futuro Jardín de la Memoria.