Decir adiós, sobre todo si es para siempre, no es nada fácil. Despedir a un amigo, de los de toda la vida, de los de verdad, como era Juan Ramón Pérez Las Clotas, nunca se sabe cómo hacerlo, ni tan siquiera si debe hacerse públicamente con los recursos limitados que uno tiene a su alcance. Pues si complicado es escribir, más aún lo es para recordar a un periodista, a un maestro de ese difícil arte que es hilvanar palabras, dificultad que aumenta cuando afloran los sentimientos. Como me sucede a mí en estos momentos en los que la tristeza se amalgama con los recuerdos que me unieron a Juan Ramón desde que tenía 14 años, siendo yo estudiante en Oviedo y él un incipiente periodista que se incorporaba al diario LA NUEVA ESPAÑA, tras haberse iniciado en «El Comercio» de Gijón.

Nos conocimos en la ovetense librería Colón, donde se reunían los intelectuales de la época, fueran o no de Asturias. Pasar de los intereses puramente culturales a la amistad fue muy fácil con Juan Ramón, pues de todos es conocido su don de gentes y su afabilidad. De todo ello he disfrutado hasta hace apenas diez días, cuando tras un café charlamos amistosamente de Gijón y sus cosas y del Ateneo Jovellanos. También recuerdo la tertulia «Naranco» en el café Cervantes, donde creasteis el premio de novela, que tuviste que pagar de tu propio bolsillo, con el adelanto de tu nómina que te hizo el diario para el que trabajabas, de la que te descontaban 250 pesetas al mes para pagar aquellas 5.000 pesetas que el político de turno te prometió y que nunca llegaron.

Se remontan mis recuerdos a Lisboa, donde Juan Ramón fue mi anfitrión en una ciudad que él conoció como nadie, nunca olvidaré las visitas a la Embajada, donde frecuentábamos a Jiménez Arnau, embajador a la sazón, ni los paseos por la ciudad en un flamante coche sport que llamaba la atención, principalmente la mía.

Coincidimos posteriormente en Madrid con otro gran amigo, Jaime Campmany: también nos vimos de nuevo en Santander, cuando él dirigía el diario «Alerta» y también allí se fue incrementando el número de amigos: el gobernador Jesús López Cancio, o su secretario, Norberto Cabal. Siempre hablando de lo divino y de lo humano.

Y de ahí a Gijón. Como recordarás, nos encontramos en la plaza del Parchís y de ahí me llevaste directamente a la tertulia del Club de Regatas, que aún conservo -aunque con sentidas ausencias, como la tuya ahora-. Gracias a ti he conocido y he tenido grandes amigos, que al serlo tuyos pasaron a ser míos por obra y gracia de tu generosidad.

No puedo evitar repetir, aunque sé que hoy todo el mundo dirá lo mismo de ti, que has sido el gran maestro de los periodistas, que has tenido alumnos de la talla de Balbín o de Diego Carcedo y otros muchos, que gracias a tus enseñanzas atinadas y silenciosas han alcanzado cimas importantes en el mundo de la comunicación. Tu huella permanece en Asturias, en Valladolid, en Lisboa, en Santander y al otro lado del océano, en Cuba. En todas esas tierras han recalado y dejado lo mejor de tu persona y de tu profesionalidad. Tienes, amigo, amigos por todo el mundo.

Todo en ti ha sido bueno; nos dejas el recuerdo y muchas enseñanzas para las generaciones venideras. Ahora sé, a ciencia cierta, que estás ya en el cielo, en ese sitio que se les asigna a las personas buenas. Y me resulta difícil imaginarte sin un periódico entre las manos y sin un séquito de amigos de todas las edades tratando de pergeñar cualquier idea periodística.

Descansa en paz, Juan Ramón, tú te lo mereces más que nadie.