Hace ya varios años que la salud le alejó físicamente de la redacción, pero estoy como si aún le viera cruzar la puerta y cumplir con sus rutinas. Las que le llevaban a quitarse con la mano derecha las gafas para poder leer de cerca y atento a algún artículo de algún periódico que sostenía en equilibrio con la izquierda, sin sentarse siquiera en una silla, descansando el cuerpo en la mesa de la redacción donde se apilan los periódicos del día... Y estoy como si le viera, también, exclamando con voz grave y enorme sonoridad «¡qué barbaridad!».

Lo diría hoy, seguro, por todo lo que se ha escrito y se sigue escribiendo de su figura, su trayectoria y su bonhomía, por mucho que él se definiera como un simple «gacetillero». Uno que, precisamente, enseñó a muchas promociones de redactores que el periodista nunca es noticia. Por eso exclamaría «¡qué barbaridad!» o «¡qué país, Miquelarena!», igual que lo hizo tantas y tantas veces en los años en los que su presencia en la redacción de la recién creada edición gijonesa de LA NUEVA ESPAÑA era un estímulo fundamental para un grupo de trabajadores jóvenes que intentaban hacer el periódico asturiano más presente en la vida local, y lo hacía a fuerza de combatir muchos sambenitos.

Ése es mi mayor recuerdo, el de su estímulo. Contaba Las Nuevas Españas que veía bajo el brazo de los caminantes con los que se cruzaba por la calle Corrida en su ruta hacia la redacción y si lo hacía no era por vanidad o por regalarle los oídos a Fernando Canellada, era sólo para dar su apoyo al trabajo diario de aquel equipo. Nos felicitaba por aquella nota, reportaje o por el simple breve que firmábamos ese día -aunque no recordase cuál era, que también podía pasar-, elogiando con ello, sobre todo, el interés que suponía nuestra aportación para los lectores.

Educado hasta el extremo, Juan Ramón Pérez Las Clotas era todo un señor desde el saludo al vestir, al que los más jóvenes sólo le oíamos perder los nervios cuando algún «gran pelmazo», dicho con todo el respeto del mundo, interrumpía de forma reiterada su sesión de trabajo y su concentración. Pero lo mejor eran sus enseñanzas. En un tiempo en que ya no se disfrutaba de su presencia en la redacción a jornada completa, esas enseñanzas alcanzaban a ser sustanciales apuntes en cuanto al estilo periodístico, al rigor o a la importancia del lenguaje elegante sin demasiadas florituras. Pero también, y sobre todo, llegaban sus enseñanzas al fondo de lo que supone el ejercicio del periodismo en una edición local. «Muy interesante el reportaje de hoy, señorita. ¿A qué familia dice que pertenece el chico?», comentaba con absoluta amabilidad, que escondía la fina crítica por haber obviado el barrio, el segundo apellido o las referencias familiares del protagonista de la noticia.

Habiendo sido un periodista de mundo y largo recorrido, nunca dio a entender que una nota fuera menos importante que un editorial; nos puso en el rumbo de lo que interesa, o interesa menos, al gijonés que compra el periódico y jamás daba un dato que no supiera, por mucho que con esa evasiva nos complicara la vida y nos obligara a nuevas llamadas para confirmarlo; hasta para cosas absolutamente mundanas prefería orientarnos hacia alguien que pudiera ser una fuente más segura, como su hermana Mari Carmen.

Nos hizo sentir la importancia de una buena necrológica a quienes pensábamos que los obituarios eran un género en extinción. Y nos permitió compartir, además, un periodismo muy atractivo, ejercido a base de tertulias en los bares y en los despachos, con muchas citas a los clásicos y a los grandes episodios de la historia española, aliñado todo con muchos «güisquitos» por su parte y por la nuestra, muchas Coca-colas. Porque para tu sorpresa, Clotas, las nuevas generaciones rozábamos la condición de abstemios. Y ahora es cuando podría resonar tu enorme carcajada.