El buen periodismo es siempre, más allá de las mitologías ingenuas o cínicas que se han construido sobre este viejo oficio, una prudente mediación: contar de la mejor manera posible, a gente como usted y como yo, las cosas que pasan. Es una tarea imprescindible para que la sociedad pueda tener datos fiables, opinar y tomar decisiones complejas, que exigen un mínimo de información contrastada. El resto es silencio, que dice el poeta, o confusión. Hay quien vive esta profesión como si fuera un nuevo Sísifo, con su hodierna condena, y hay quien, pura vocación, sabe ofrecer en cada jornada el entusiasmo de aquellos que aplican inteligencia y sensibilidad al servicio de su relato. Kapuscinski pensaba que para ser periodista (sobran aquí los adjetivos, aunque nos gusten tanto) hay que tener fondo de buena persona. Yo creo que el autor de «El Imperio», ese clásico en el que se trenzan los géneros, llevaba razón.

Juan Ramón Pérez Las Clotas, a quien hemos visto, octogenario ya, volcarse sobre las teclas de su vieja Hispano-Olivetti como si fuera un muchacho en busca de la palabra precisa, pertenecía a la categoría de los entusiastas, de los que procuran ser indesmayables en la razón profesional de una bondad con altura de miras. Por eso estos días, tras su muerte, hemos leído cómo periodistas de muy distintas generaciones, estilos e ideologías, ceñían a su prosa coincidentes elogios (maestro, caballero?) para retratar a alguien que fue, me parece, mucho más que el decano de los periodistas asturianos. Uno llega a viejo con ayuda de la medicina y de la propia constitución genética, pero lo difícil es ser un anciano al que los demás respetan por lo mucho que ha dado con generosidad, por una muy cultivada altura de miras.

El fallecimiento de Pérez Las Clotas ha coincidido con el aniversario del medio siglo de la muerte de Julio Camba. Habrá que subrayar la fecha del 28 de febrero en la agenda sentimental de los días nefastos, aunque estoy seguro de que esta postrera coincidencia biográfica -permítanme la cordial suposición- hubiera sido del agrado del periodista gijonés. Y es que ambos maestros compartían, más allá de su conservadurismo ideológico, un similar y abierto talante que les venía de la cultura, claro, pero también de una percepción liberal y amable de los días y las gentes. Me gusta mucho leer al escritor elegante de «La casa de Lúculo», su humorismo lúcido, la sintaxis escueta y clásica que introdujo en la prosa de los periódicos, prescindiendo sabiamente de lo peor de Azorín. Igual que he vivido como momentos de privilegio las conversaciones y tertulias con nuestro decano en la redacción de LA NUEVA ESPAÑA, al pie de los anaqueles de la librería Paradiso o en alguna de las barras de sus muy ilustrados aperitivos, siempre tan anglosajones.

Si Camba modernizó el periodismo español con páginas en las que no sobra nada y que aún leemos hoy como si estuvieran escritas hace media hora, Juan Ramón tuvo la inteligencia y la paciencia, virtudes que no siempre se adunan en la misma persona, de enseñar a varias generaciones de periodistas asturianos cómo se hace un diario al servicio de los lectores. Él, que dirigió varias cabeceras y mandó mucho, se consideraba a sí mismo un aceptable redactor jefe con olfato para el talento ajeno, reservando el propio para esta tarea perspicaz y necesaria. Escribía bien, con la corrección de quien tiene un gran respeto por la sintaxis, pero prefería leer a los demás, nuevos o consagrados. Así, por cierto temor casi religioso al folio en blanco, nos privó de unas memorias que hubieran sido, quién lo duda, un entretenido paseo por su interesante vida. A quienes tuvimos trato habitual con él nos regaló a cambio su siempre atenta conversación, bien amasada con ingenio, humor, anécdotas sabrosas, estilo y respeto. Yo aún le estoy agradecido.

Me he alejado hoy de los asuntos que suelen ser propios de este comentario de andar por casa, tan amarrado en cada línea a la política y sus protagonistas. Pero he querido hablar de Juan Ramón Pérez Las Clotas porque con él, sujeto como casi todos nosotros a contradicciones y fidelidades, aprendí algunas cosas sustanciales. La primera, y quizás la más importante, es que no hay nada menos elegante que tirarse las ideas a la cabeza. Sosiego, pues, ahora que tantos enseñan su palo en esta repetida escena que Goya pintó acongojado.