Se trata de un empresario alemán afincado en España desde hace años. Hizo dinero vendiendo recambios de automóviles. Ahora dirige en Madrid una empresa asesora de bienes inmobiliarios, sean rústicos o urbanos. Declara en su página de la red: «Para mí España es un país que tiene un contacto permanente con la historia y la cultura, y esta circunstancia no se encuentra de la misma manera, por ejemplo, en Alemania». Dice también que ha coleccionado obras de arte desde muy joven porque sentía pasión por la pintura, en vez de comprarse a los 12 años una bicicleta o a los 20 un deportivo de lujo. Comenta que en España hay pocas subastas de arte y que ha tenido que acudir a los anticuarios, pidiendo siempre facturas y referencias, de modo que no ha comprado ninguna obra que tuviera «un origen oscuro».

Tres interesantes declaraciones. En la primera nos dice que le gusta España. Así se nos acerca y capta nuestra simpatía. Con esta opinión sobre la singularidad histórica y cultural de España no van a estar de acuerdo los franceses ni los italianos, por ejemplo. Si alguien le critica, que sean sus compatriotas alemanes. La segunda es un mensaje contra el papanatismo y el despilfarro de la sociedad de consumo, ese vivir por encima de nuestras posibilidades y ese afán de notoriedad a costa de lo que sea. Y la tercera, un claro mensaje anticorrupción: manos transparentes y facturas claras.

Hans Rudolf G. estuvo en Gijón el pasado 20 de enero, cuando se inauguró la muestra. Y fue recorriendo las salas del palacio de la plaza del Marqués ante periodistas y público de notables. Le acompañaban la comisario María Oropesa y el director de la Obra Cultural de Cajastur, José Vega.

Hace unos años, Hans Rudolf G. encargó a un equipo de expertos el estudio de su colección de grabados y pinturas, con objeto de darla a conocer mediante exposiciones en centros públicos. Quiere Hans Rudolf emular a los grandes coleccionistas de referencia, como Thyssen y Guggenheim. La colección es variopinta y una muestra necesita un relato, una temática. Empezó mostrando pintura flamenca de los siglos XV al XVIII. Es una marca conocida, no necesita relato nuevo. Desde el año 2006 esta muestra ha recorrido unas quince ciudades españolas.

No es fácil construir un relato con las obras de una sola colección. De hecho, estos «Senderos hacia la modernidad», presuntamente recorridos por la pintura española a lo largo del siglo XIX e inicios del XX, han tenido otros títulos en otras muestras ya celebradas. Incluye «Del Neoclásico a la Modernidad» (Madrid, 2007 y Valladolid, 2008), «Paisaje y retrato» (Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife, 2006) y «Pintura española del siglo XIX» (Castilla-La Mancha, 2005).

«Senderos a la modernidad» viene a decir que España vivía permanentemente atrasada en relación con Europa y que los pintores españoles lucharon a brazo partido por abrir caminos y derribar los obstáculos que se oponían a la modernidad. Supone igualmente que el atraso estético/cultural era perfecto reflejo de otros atrasos, tanto industriales e ideológicos como sociales. Dicho de otra manera: España no cumplió a su tiempo, sino con retraso, el guión que hemos asumido procedente de Francia, la secuencia histórica de neoclasicismo, romanticismo, realismo, impresionismo, posimpresionismo y vanguardias.

Por eso el visitante debe tomar ciertas precauciones frente a este relato. El Goya de los tapices y los retratos, por ejemplo, los de Jovellanos, es bien neoclásico. Pero el Goya de «Los desastres de la guerra», «Los fusilamientos» o «La carga de los mamelucos», por no hablar de las famosas pinturas negras, es más romántico que nadie y no tiene nada que envidiar a los pintores franceses de la época napoleónica. Por cierto, España fue durante el siglo XIX el paraíso de los románticos europeos, que creían encontrarse aquí con la Edad Media en vivo y en directo. A partir de mediados del siglo XIX, los pintores franceses del realismo -Corot, Courbet- son contemporáneos de las enseñanzas de Carlos de Haes en la Real Academia de San Fernando de Madrid. En la secuencia francesa no encajan los prerrafaelitas ingleses, pero tampoco el luminismo de Sorolla ni la España negra de Zuloaga y Gutiérrez Solana. Y si estábamos tan atrasados, ¿cómo a comienzos del siglo XX circulan por ahí vanguardistas tan fundamentales como Picasso, Juan Gris, Salvador Dalí, Óscar Domínguez, Julio González, etcétera? Otro detalle sorprendente son las vidas de los propios pintores, que no parecen guardar memoria del movimiento cantonalista ni del federalismo de Pi y Margall. Así, el vasco Zuloaga trabajó en Segovia, fue testigo de su boda el músico Albéniz y murió en Madrid. El asturiano Regoyos murió en Barcelona. El catalán Rusiñol, en Aranjuez. El gallego Fernando Álvarez de Sotomayor murió en Madrid. El valenciano Sorolla veranea en el Norte y vive en Madrid. Su casa es ahora su museo. Otro catalán, Mariano Fortuny, fue soldado-pintor en la guerra de África (1859-60) y murió en Roma.

La exposición está muy bien montada, con textos didácticos breves y claros. Son 59 cuadros de 29 artistas. El sol entra por las ventanas de las dos salas grandes que dan a la plaza. Luz, espacio y desahogo para las obras. Retratos de Zuloaga y Daniel Vázquez Díaz frente a dos de Sorolla. Cuatro pinturas seguidas de Carlos de Haes en la galería baja sur. En la planta alta van juntos en diversos espacios cuatro de Beruete, cuatro de Regoyos, cuatro de Joaquín Mir y otros cuatro de Hermes Anglada Camarasa.