Los sociólogos de oficio o los simples aficionados a observar los cambios de costumbres estamos de enhorabuena, pues la realidad nos proporciona hoy abundante materia prima con la que teorizar o especular. Nuestros hábitos más arraigados están cambiando, uno tras otro, por la tozuda fuerza de las circunstancias. No, si al final va a tener razón Marx -Karl, no Groucho- y la base económica determina la superestructura, tal como ponía en «Principios elementales del Materialismo Histórico» de la chilena Marta Harnecker.

Nuevas costumbres, y también el enojoso retorno de otras viejas que creíamos arrumbadas en el desván de la Historia, como la vieja y polvorienta arpa de la que habla el famoso poema de Bécquer, don Gustavo Adolfo. El Estado del bienestar lo habrán inventado Bismarck, Franco o Felipe González, y la Iglesia católica será un gigantesco holding de ONG, pero el auténtico colchón, la red de seguridad que impide que en España se produzca -por ahora- un estallido social de incalculables proporciones, más allá de algunas hogueras puntuales, es la familia, esa institución tan criticada, denostada y vituperada desde hace mucho por tradicional, arcaica, retrógrada, rancia, casposa y facha, y que sin embargo tan útil resulta en tiempos de mudanza y tribulación. Dentro de unos cuantos años, cuando las familias españolas se ramifiquen como ocurre desde hace décadas en los USA y el desarraigo afecte a muchos más individuos, dejará de existir ese mecanismo de emergencia social (el divorcio y la movilidad geográfica, que en sí mismos no tienen nada de malo, llevan aparejadas, no obstante, unas mutaciones sociológicas irreversibles ), pero hoy por hoy los que caen al agua todavía encuentran manos dispuestas a arrojarles un cabo o un salvavidas para que no se hundan rumbo al fondo.

Se modifica el modelo clásico de familia, sustituido a menudo por otras propuestas, pero por heterodoxas que sean éstas, todavía hay alguien ahí, preparado para echar una mano cuando afuera pinten bastos. El domicilio familiar acostumbra a ser un puerto relativamente seguro frente a las marejadas de la vida, y los padres de hoy en día ya no son los estrictos gobernantes de antaño, que imponían unilateralmente las reglas draconianas de una sociedad patriarcal y autoritaria. Ahora ejercen más bien de amables hosteleros que corren con todos los gastos del huésped-retoño, le permiten cocinar en las habitaciones, subir extraños a casa e incluso introducir animales de compañía sin exigirle nada a cambio. Los polluelos no pueden abandonar el cascarón y volar en libertad, como sería lo deseable, por exigencias del rígido guion socioeconómico que nos ha tocado interpretar, pero al menos saben que el nido está aseado, calentito y bien surtido de alpiste.

Claro que todo eso, repito, no será eterno, e irá cambiando paulatinamente, pues los nuevos tiempos que se anuncian en el horizonte traen en su equipaje la fragmentación del clan y un creciente desarraigo personal. Pero mientras se mantenga el sostén familiar, el país podrá digerir cinco millones y pico de teóricos desempleados, e incluso unos cuantos más, sin que tengamos que salir a la calle armados hasta los dientes, como en un filme apocalíptico. De este modo vamos tirando, que es un verbo que a los españoles siempre nos ha gustado mucho conjugar, eternos parcheadores y recauchutadores como somos, porque el presupuesto no nos permite ni siquiera la posibilidad de sustituir los neumáticos gastados.