Todo estaba preparado para el gran día: el de la celebración del Santo Entierro por las calles de la villa en su Viernes Santo. Una hora antes de la señalada para que diera inicio, el público ya se aglomeraba en las orillas del recorrido, a la espera. Bullía la gran explanada anterior a la iglesia de San Pedro. Alumnos en prácticas de la Policía Nacional, con su inspector al frente, Juan Mozas. Los dieciocho cofrades de la Hermandad de Jesús Cautivo, de Oviedo, con sus cornetas, tambores y timbales; éstos marcan el paso, y aquéllos los redobles. Cinco oficiales reservistas de los ejércitos de tierra, mar y aire. La Banda de Música de Gijón. Los chicos y chicas de Protección Civil de Gijón, que acababan de recibir la medalla de honor de la Cofradía del Santo Sepulcro por su voluntaria y desinteresada colaboración en el mantenimiento del orden en los desfiles. Un numeroso grupo de manolas.

Los componentes de las tres cofradías, todos dispuestos a oficiar sus lutos, acompañando el entierro del Señor, y a las imágenes de la Virgen Dolorosa, de la Piedad al Pie de la Cruz, y Nuestra Señora de la Soledad... Y en el atrio de la iglesia, la impresionante urna de cristal atesorando el cuerpo yaciente de Cristo. Junto a ella, el arzobispo de la diócesis asturiana, Jesús Sanz Montes, que iba a presidir el duelo, junto al párroco de San Pedro, Javier Gómez Cuesta.

Pero no pudo ser. Hasta esos momentos la tarde había transcurrido tranquila, y justo cuando iban a dar las ocho, el cielo se cernió en grises tenebrosos, y la lluvia vino a cumplir el ritual de las lágrimas. No había sido convocada, pero una voluntad superior a la humana la trajo a escena. Todo el mundo se replegó bajo los techos o los paraguas, y ya no hubo lugar a las dudas. Pasados unos minutos, la sentencia corrió de boca en boca: «Hay que suspender la procesión», y el desencanto tuvo el paliativo de la impotencia.

En unos instantes se llenó el templo. El canciller de la Cofradía del Santo Entierro, José Ramón Fernández Costales, tras lamentar la decepción, hizo saber que el señor Arzobispo pronunciaría unas palabras. A su vez, la Banda de Música de Gijón, colocada a la derecha del crucero, interpretaría la marcha penitencial «Santo Sepulcro», compuesta por Vicente y Cueva.

«Yo también venía con la misma ilusión, pero a veces las procesiones van por dentro», dijo el Arzobispo. Y a fe que nos hizo pensar. Dios, el gran cofrade, conoce, con lluvias o sin lluvias, todo lo que ocurre dentro de cada uno de nosotros. Y tenemos que saber qué lugar ocupamos en la procesión, si el de las mujeres anegadas en llanto, el de gentes que no entienden, el de María que se conmueve de dolor, o el del Cireneo que sale al paso de Jesús Nazareno. ¿Quién somos nosotros?, preguntó el prelado. En dos mil años la Pasión del Señor ha tenido otros crucificados; los que sufren desempleo, soledad, enfermedades, desesperanza, violencia, guerra, terrorismo, hambre, abuso de los poderosos... «Hoy quiero pedir que Él se haga Cireneo de nosotros para que sepamos abrazar a esos otros crucificados que se arrastran por la amargura. Ésta debe de ser nuestra procesión, acompañar a Jesús y a esos hermanos que viven su vía crucis a diario, haga sol o lluvia». Las palabras de don Jesús Sanz Montes se remataron con el rezo de un Padrenuestro.

Un toque de corneta seguido del de oración, interpretado por la banda de la Hermandad de Jesús Cautivo de Oviedo, completó el ceremonial.