Madrid, esa comunidad cuya presidenta quiere devolver las competencias autonómicas a los ministerios que se alzan sin sustancia en sus calles y avenidas, junto a las acacias, ha vuelto a acoger el Congreso Internacional de la Felicidad. Es, sin duda, el de la felicidad, un asunto que nos preocupa a todos, no sólo a Eduardo Punset y Luis Rojas Marcos, los únicos españoles que monologan con serenidad ante la crisis y los diarios sobresaltos de nuestra prima de riesgo.

¿Quién no desea ser feliz después de tragar a diario la cucharada amarga de la purga del ajuste? Pero nosotros, a diferencia de estos sabios predicadores de la beatitud, aún no hemos dado con la fórmula de la sonrisa perenne. Será quizás porque no nos invitan a estas juntas madrileñas en las que Mathieu Ricard, que pasa por ser el hombre más feliz del mundo, recomienda mucha meditación, entrenamiento en la amabilidad, constancia en el amor altruista. Leo que fue un prometedor científico antes de hacerse monje allá en las estribaciones del Himalaya, donde lleva cuarenta años de reflexión sobre la «autotransformación regeneradora», es decir, sobre la paz interior.

La paz y el sosiego son estados de ánimo que la derecha asturiana, a la que por lo visto tampoco invitaron al cónclave madrileño de la felicidad, experimenta escasamente desde hace años, como sabemos los lectores de periódicos. La tenaz entrega a tres turnos del presidente en funciones del Principado, Francisco Álvarez-Cascos, a su egolátrico proyecto de salvación patriótica ha tenido como primera consecuencia, tras las fláccidas elecciones del pasado marzo, que el socialismo alicaído puede volver al Gobierno asturiano por el rápido entendimiento de PSOE e IU al sumar veintidós parlamentarios, tres más de los que tenía antes del 25-M. Aunque a Javier Fernández y Jesús Iglesias, vecinos de Gijón ya convertidos en pareja de hecho, les falta el solitario voto del cortejado Ignacio Prendes y de su UPyD para asegurar una estable mayoría absoluta en la Junta, es más que previsible la formación de un Ejecutivo de izquierda ante la falta de sintonía de Foro y PP.

Una de las conclusiones de esta última y marciana convocatoria electoral (Marte era el dios romano de la guerra, no lo olvidemos) es que sigue sin estar resuelta la disputa por la hegemonía de la derecha asturiana. Hay quien piensa que Cascos fue por lana y salió trasquilado, pero tampoco Mercedes Fernández, Cherines, ha sido capaz de hacerse con el banderín de enganche desde el que nutrir una alternativa política sólida. Lo cierto es que, según me comentan, los populares temen ahora el abrazo del oso de un acuerdo con quien fue su secretario general o general secretario, depende de las versiones. Desde esa razonable desazón, hay quien argumenta que es mejor dejar que Cascos se aburra en las bancadas inanes de la oposición (recuerden las palabras del maquiavélico Andreotti) antes que franquearle el paso a un nuevo ejercicio presidencial. «Esa decisión sería el suicidio del PP asturiano», añaden. Nadie quiere repetir -sospechamos que ni tan siquiera el sector más lúcido del casquismo- el vía crucis de los últimos diez meses, en los que han echado el cierre nada menos que mil quinientas empresas.

Cherines tiene, sin duda, una difícil tarea por delante. También me relatan que, en ese baile extraño al que está obligada por la aritmética electoral, la presidenta de los populares deberá aplazar, al menos hasta el próximo otoño, el pulso para remover la dirección del PP de Gijón. Parece que llegó a plantearse -lo cuento como me lo han contado- el nombramiento de una gestora en sustitución de la dirección que aún pilota Pilar Fernández Pardo. Si no adoptó esa medida fue porque todo aconsejaba concentrarse en la cita electoral, sin distraer a la militancia con otra dolorosa pelea interna, difícil de entender para los muchos votantes que desconocen la genealogía del enfrentamiento entre ambas dirigentes. Mientras tanto, Pardo, a quien han excluido del reparto de poder tras el triunfo de Rajoy, mantiene su singular apoyo al gobierno casquista de Carmen Moriyón. Es una posición que exige al PP de Gijón, una semana sí y otra también, extrañas piruetas. Meditemos, como hace Mathieu Ricard. La felicidad de los ciudadanos debería ser un irrenunciable objetivo también para nuestros políticos.