Descubro a través de la prensa que Iñaki Urdangarín poseía más cuentas secretas en Suiza de las que se pensaba. A los pocos días, se podía leer en Facebook que Felipe Juan Froilán y la prima de riesgo se disparaban en el pie de barro de nuestra economía. Mientras escribo esta columna, observo en la misma red social al Rey Juan Carlos posando rifle en mano, ante un fotógrafo, junto a un elefante muerto, tras conocerse la accidentada rotura de su cadera, en el descanso de lo que fue una provechosa cacería en Botsuana. Ha querido el azar que el batacazo del Rey se supiera el mismo día en que España celebraba su republicano 14 de abril y todo esto nos hace pensar, en plena sinfonía apocalíptica, que la Monarquía, como tantas otras instituciones, comienza a ser, realmente, un capítulo moribundo y decadente de nuestra historia oficial. Los Borbones ya no encuentran la manera de hacerse solubles en la vida doméstica española si no es a través del esperpento y de la tragicomedia.

Viene nuestra Monarquía a protagonizar con las cuentas en Suiza de Urdangarín, el disparo en el pie de Froilán y la cadera del Rey una serie de astracanadas, esperpentos escritos por Azcona, rodados por Berlanga, bendecidos por Valle-Inclán. La Monarquía, con su corona de papel cuché, ha pasado a protagonizar las portadas de «El Caso». Vuelvo a recordar «La escopeta nacional», producida en 1977, aquella magnífica estampa que mostraba la corrupción del poder, corrupción absoluta de un poder absoluto. Entonces, el momento histórico elegido fue el protagonizado por falangistas y tecnócratas procedentes del Opus Dei. Hoy podría ser la lucha enconada entre socialistas y populares por un Estado dirigido desde Berlín. Cuenta Valle-Inclán que los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. Así pues, el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.

Hoy no nos resulta muy difícil imaginarse a un rey haciendo negocios con la excusa de una cacería en un país perdido del África subsahariana, como tampoco nos sorprende recrear el perfil de su nieto, rebelde, soberbio e impertinente, disparándose un pie, mientras su padre aprovecha la hora maldita del whisky, al tiempo que el yerno se excusa en delito flagrante, ante su mujer, informándole severamente que eso, cariño, no es lo que parece. De modo que la Monarquía española se ha vuelto imprevisible. A Iñaki le falta poco para ser un reconocido preso y de Froilán sólo cabe pensar que un Borbón tullido es inadmisible en la carrera sucesoria. A Juan Carlos le han colocado una prótesis en la cadera y lo cierto es que la prótesis del Rey nos da la imagen de un rey protésico o, mejor aún, una Monarquía convertida en la prótesis de un Estado, que ya nos va sobrando, pues la clase media española ha dejado de ser clase media y eso era lo que, hasta hora, identificaba a los españoles con una Monarquía vestida de gris marengo. Los monárquicos no han dejado de justificar la vigencia de la Monarquía amparándose, precisamente, en la ejemplaridad de los Borbones, una especie de primerísimos españoles con patente de corso hasta hace cuatro días. En ellos estaba encomendado ser el espejo sobre el que se reflejaba la figura de un español. Pero ha resultado que el espejo era cóncavo. Ay.