Hemos descubierto que existe la «Kikermanía», una tendencia social que busca el deleite sin arriesgarse en los nocivos terrenos de la química, las yerbas deletéreas o las emociones temerarias. Gentes tranquilas que consiguen su evasión de lo trivial dejándose llevar a los mundos fantásticos recreados por Kiker, y de su mano, o sus pinceles, aventurarse en los ensueños de la genialidad, unas veces por el camino de la ironía, otras siguiendo los trazos de provocación, o de la denuncia social. Pero siempre Kiker, un nombre en clave de artista consagrado, maduro, firme en su alegre y efectista trayectoria.

El pasado viernes, Kiker acudió a su acostumbrada cita anual con la galería Van Dyck, y la sala se llenó de sus fieles. Cabría preguntar si en casi tres décadas de ininterrumpida exhibición de ésta, su casa, sus admiradores no lo han visto ya todo o quizá se han cansado de sus disparatadas alegorías. La respuesta es dada por sí misma, a la vista del entusiasmo que genera cada nueva exposición. Y son años de vacas flacas, qué decir cuando logren volver a su peso y talla. De cualquier modo el artista, que es más listo que el hambre, hizo sus previsiones y en consecuencia adelgazó, no la vaca, a la que ya le crujen los huesos, sino los formatos. Cuadros pequeños, pero densos y jugosos, asequibles, fáciles de colocar en cualquier hueco de una pared desnuda. Vísteme de Kiker, diría ella, ansiando sus colores, su sensualidad, o su estrafalario paisaje.

Llegados a este punto, a los paisajes, por medio de unas series que se presentan reunidas, aunque cada pieza tiene vida y venta individual, Kiker rinde homenaje a San Chillida, San Pedro, San Lorenzo. En todas ellas la arena cobra el mayor protagonismo, es ardiente de verano, ha dejado el canela de Gerardo Diego, para ser roja de Kiker, y abrazada a sus casetas multicolor se acompaña o bien de un lejano «Elogio» de cualquier color, a una torre de San Pedro casi imperceptible. Pero lo más estrafalario es aquello que permanece a babor de las aguas, el urbanismo caótico de la ciudad. Así es y así le parece. Pero de pronto, Kiker se vuelve sintético y crea las luces de «Picu Moros», he ahí la versatilidad de un creador El sueño de amor de esta exposición no lo firma Franz Liszt, sino «La casita en Canadá», una intimidad idílica guarecida de un bosque gigantesco. Dos personajes tan dispares como el Bosco y Pinocho centran otros homenajes. En el primero, siguiendo la senda del pintor holandés, su obra es grotesca, sus caricaturas se acercan al surrealismo, se ríen del bien y del mal en un derroche de color. En cuanto a Pinocho es preciso adivinarlo en su materia, y ésta nos retrotrae a un bosque; un bosque ácido, cómo ácida es la mentira.

No podían faltar en este sorprendente Kiker sus bodegones, las redondeces de peras y manzanas, o el eufemismo que esconde culos y tetas, sin más. Culminan la muestra cuatro piezas mayores de total disparidad. El pez titulado «pez ón»; el retrato de Francis Bacon, un admirable collage; el monstruo devorador que representa a los mercados, y una imagen de Ramón Gómez de la Serna que sostiene la carta de su novia María Jove. Casualidades de la vida; conocemos otro Ramón cuya amada tiene el mismo nombre.

Como ya es habitual en él, las manos artesanales de Kiker añaden a cada cuadro una pequeña escultura. Genial, el erizo de castaña que genera una perla.