C. ALONSO

Ventajas de no ser miedosa es que una puede asistir al recital que nos deparó Alberto Álvarez Peña, ayer en el Club LA NUEVA ESPAÑA, sobre los muertos del mes de noviembre sin sentir escalofríos, ni sospechar que en medio de la inclemencia de la noche, de regreso a casa, me iba a seguir un espectro. Parece cosa de broma, o en todo caso asuntos relacionados con esa estrafalaria moda de Halloween, pero la realidad es que durante siglos, aquí, en Asturias, y en toda Europa en el mes de noviembre se ha rendido culto a los muertos mucho antes de que lo inventaran los norteamericanos.

El director del club, Luis Miguel Piñera, presentó a Berto Álvarez Peña como etnólogo, gran experto en mitología asturiana y autor de muchas publicaciones, entre ellas «Mitos de Gijón», «Las cuevas del monte Coroña», «La brujería en Asturias»... En 2011 ha sido galardonado con el premio de ensayo «Fierro Botas». «Gracias por venir, sobre todo en esta noche fría que cumple la tradición de por Todos los Santos, nieve en los altos», dio el conferenciante al enfrentarse a su disertación.

Noviembre es una celebración estacional que invita a meterse en casa, todo empieza a morir, es un mes muerto. La oscuridad acaba comiendo al día, es el ambiente de los muertos, es preciso estar bien con ellos y hacerles ofrendas. En toda Asturias se atribuían las desgracias del ganado o el infortunio de las cosechas a las cuentas pendientes que había dejado algún difunto de la familia. Pero siempre aparecía algún intermediario para resolver el conflicto. Éste iba a las casas, escuchaba los problemas y solía recomendar misas cantadas en gregoriano, lo que provocaba un enfrentamiento con el cura local. Una de estas intermediarias fue Amparo López, que murió en 1995, lo que demuestra la actualidad de tales creencias. De un muerto bueno o de un muerto malo dependía la fertilidad de los animales y de los campos. Estas tradiciones las adoptó el cristianismo, de ahí que la fiesta de los Difuntos y de Todos los Santos se celebre en noviembre, por decisión del Papa Gregorio III en el siglo VIII.

No sólo en España, sino en Europa había la costumbre de acompañar el duelo con un banquete funerario que incluso se celebraba dentro del cementerio, que se ofrecía a todos aquellos que velaban al difunto. La Iglesia quiso acabar con ello, sin conseguirlo. Y Constantino Cabal, en su «Mitología asturiana», dice que tras el amagüestu se dejaban unas pocas castañas semienterradas para las ánimas. Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII, prohibió cubrir las tumbas con manteles, ya que sobre ellas iban a comer, dejando algo para los muertos. Esta costumbre se transformó en el llamado «pan de las ánimas», que sí consiente la Iglesia. Estos panes especiales se vendían y su producto era repartido entre los pobres.

Las calabazas del Halloween americano ya existían en el Viejo Continente y se cree que esta costumbre la llevaron al Nuevo Mundo los irlandeses, junto con su fiesta de difuntos. En Europa la calabaza a veces era sustituida por un nabo, al que también le ponían una vela dentro. De otro modo, cundió la costumbre de no salir a la mar el día de Difuntos porque en las redes sólo entraban los huesos de los ahogados.

Las transformaciones del alma, la güestia o santa compaña, «Jack, el linterna», Juan Tenorio, o los fuegos fatuos fueron otras de las cuestiones analizadas por Berto Álvarez Peña. «El muerto siempre ha de llevar los pies por delante, ¿por qué? Para que así no vea el camino de vuelta».