No era el fin del mundo que, por arte de birlibirloque, convierte a agnósticos en creyentes de una religión maya, pero sí una fecha señalada para quienes creemos que algo empezó a transformarse en la escena asturiana cuando La Plaza se convirtió en un centro neurálgico, correa de expansión de lo que hoy estamos hablando. Tangible como los vinilos (los grupos) que se quedaron en el camino, real como las vidas que laten bajo cada acorde. El paleto tonto buscará una ignota autoría de ciudad, mientras un pionero como Rico Roces -venido desde Cantabria para la ocasión- le guiña el ojo a Nachón como si fuera el primer día que los chavales tocaran.

De toda la Asturias a la que pertenece el Xixón Sound vinieron para abarrotar la sala y Nacho Vegas, como dijo David Guardado (de los nunca bien ponderados «Penélope Trip»), se transformó en el meritorio que tantas veces fue hasta convertirse en lo que hoy es: una envidiable realidad, al gusto intimista o eléctrico que exigen sus necesidades creativas. Detallazo la apertura con esa «Plaza de la Soledad» que tantas veces nos ha abrumado en amaneceres que creíamos eternos y muy afilado (¿combativo?) en la enorme canción que estrenó -otro detalle más de un caballero (¿qué se creían?)- hablando de esa nueva ciudad en la que, en menos de un año, se ha convertido Gijón. Porque la combatividad nunca faltó en esa efervescencia que aunó un movimiento más allá de egos y provincialismos estúpidos.

A las once y cuarto llegó el momento de la mano armada, el cuarteto que, aún hoy, comunica el orgullo de navegar en el filo, de bailar en el alambre de la vida al margen de los convencionalismos. Son la banda sonora que nos hace creer que todo este tiempo no ha sido desperdiciado, que la rebeldía alentada en tantas noches al margen recobra sentido veinte años después, al ver rostros quebrados por la rendición a los convencionalismos.

No rendirse nunca, provocar ese flujo de energía eléctrica y lírica, desgarrar el corazón con ruido (el añorado «noise») y, entre ese caos controlado, hallar el trozo de corazón doliente que aún se empeña en seguir latiendo como el enamorado sin respuesta que sigue buscando cada platónica señal con desesperación. Contundentes, hipnóticos (el aporte siempre presente del artista plástico Ramón Isidoro en las oníricas luces), líricos y, al mismo tiempo, penetrantemente fríos, «Manta Ray» siguen siendo la ejemplar lección que la desnortada escena «indie» actual necesita. Porque ya empezamos a estar hartos de los revolucionarios de salón, con una cara en la cámara de la manifa y la mano guardada para pedir la limosna de un burocrático puestín.

El recorrido por una trayectoria ejemplar, servido y mezclado (desde la maravillosa «La vida continúa (Zu Gabe)» hasta «Adamo», pasando por el siempre necesario «Estraterxa») con la mano maestra de aquel que sabe cómo es ganarse la historia en cada pulso, en cada latido de vida. Porque la rebeldía real, esa escena alternativa, esa vida al margen de las normas dictadas, es la que «Manta Ray» representan cada vez que se suben a un escenario. Por muy adversas que sean las circunstancias, no claudicar jamás, y seguir viviendo en el filo, con la cabeza bien alta.

Tras un concierto duro, penetrante (nada de dóciles «indies» de gran superficie), ejemplar repaso a una trayectoria única y de necesaria recuperación, el cuarteto recupera a Nachín (Nacho Vegas para los anhelos femeninos) a la segunda guitarra -¡esos tiempos melena al viento con «Eliminator Jr»!- para remachar con «Sol», la canción donde confluyeron lirismo y contundencia en perfecta armonía, uno de esos conciertos que nos acompañarán en las noches vacías y perdidas anhelando una oportunidad de ese amor que se sabe imposible. El segundo bis es un tremebundo y necesario «Cartografíes», que siempre nos deja sin palabras. La vida continúa, una vez más, y debe seguir más allá de cada latido que se empeña en llamar a la doliente puerta del solitario que se empeña en vivir su vida al margen de toda convención. Alternativo y refulgente.