El teatro madrileño de la Zarzuela se rendía hace sólo una semana al talento musical y la sensibilidad artística de Alejandro Roy Victorero, un tenor gijonés de solvente trayectoria, afianzada tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales, que no era ni mucho menos un desconocido en el castizo escenario, puesto que fue allí donde debutó en 1997 en «La fille du régiment», de Donizetti.

El atronador aplauso del pasado domingo, que ocurrió en la última función de «Alma de Dios», se lo dispensó el público puesto en pie, y apenas hubo resquicio para la duda a la hora de interrumpir el desarrollo de la obra y su línea narrativa para que Roy repitiera la popular romanza conocida como la «canción húngara». Un hecho, éste, calificado de extraordinario por los expertos y que no sucedía en el escenario madrileño desde hace más de tres décadas. Esos mismos entendidos dicen que la interpretación que durante más de un mes ofreció el gijonés, impregnado del espíritu del gitano errante, es «de las más logradas en la historia de esta romanza».

Pero ese gran momento, como ha habido otros en la vida artística de Alejandro Roy (ya que tuvo también un bis memorable en un «templo musical» como es la Arena de Verona, y no fue el único), empezó a fraguarse hace muchos años en la calle Ana María, del barrio de El Llano. Allí vivía un joven estudiante del Colegio Manuel Martínez Blanco y, después, del IES Jovellanos, gran aficionado a la música y, por encima de todo, a Nino Bravo. Con una capacidad interpretativa que ya merecía cierta atención, se hizo un hueco en la Agrupación Artística Gijonesa y hasta se presentó al popular concurso televisivo «Gente joven».

Si Roy y su entorno tienen que pensar en qué momento giró su interés hacia la lírica, unánimemente se cita al dueño de un almacén de ultramarinos de El Llano, muy próximo a la casa familiar de los Roy Victorero. El hombre, que había trabajado en Alemania, tenía una enorme afición a la zarzuela y una gran colección de discos que empezó a compartir con aquel joven cantante. Y hubo contagio.

Así que, curiosamente, la romanza que le ha dado el último gran éxito en Madrid es de las primeras que oyó Alejandro del género, en la voz de Alfredo Kraus. De ahí que sean muchos los aficionados que ahora deberían estar dándole las gracias a aquel tendero que contribuyó tan eficazmente a cultivar en los inicios el tesoro vocal del tenor gijonés. Como justa aunque pequeña compensación, Alejandro Roy se acordó de su amigo cuando hace años pasó por el Jovellanos y le hizo llegar unas entradas para que pudiera disfrutar de su evolución.

El resto del esfuerzo, desde entonces, lo ha puesto prácticamente todo Alejandro Roy -y también su familia, en dosis semejantes-. Y siempre con la humildad de la gente de barrio que sabe compaginar los estudios con el trabajo. Desde muy joven ayudaba a su padre en el taller de rotulación que regentaba y hacía hueco, además, para los estudios obligatorios y las clases de canto. Esas clases que empezaron en Asturias, además de la base profesional, le dieron a Alejandro Roy otro pilar de su vida: a su mujer, la ovetense Lola Fernández, con la que se comprometió muy joven y que sigue a su lado convertida en su repertorista, su dura maestra de canto y, sobre todo, la colaboradora necesaria en su progresión como artista y como hombre de familia, que lo es hasta las cachas.

Con su novia marchó a Madrid, contratados ambos por el Coro de Televisión Española, aunque hay que señalar en esa biografía que la primera en lograr el puesto fue ella. La etapa formativa en Madrid acabó por completarse en Florencia, bajo la tutela maestra de Fedora Barbieri. Y ahí empieza una relación musical con Italia que siempre ha resultado fructífera para Roy, con destacadas presencias y muchos y buenos aplausos en grandes escenarios de aquel país. Por citar sólo el penúltimo, hace unos meses que el tenor gijonés conseguía muy buenas críticas en el teatro Regio di Parma, en el papel de Arrigo en «La battaglia di Legnano», de Verdi, su compositor más querido. Un teatro del que huyen muchos artistas consagrados por la dureza reconocida del público. Y que sin embargo se rindió a Alejandro, al que compensó, también, por no poner ni una pega ni dar una mala nota pese a romperse la clavícula en pleno ensayo general, fruto de un error de logística de los responsables del teatro al colocar mal una colchoneta en la que tenía que tirarse el artista.

También en eso ha hecho escuela Alejandro Roy. En demostrar su buen talante, su eterna sonrisa cuando entra a cada teatro; en llevar por el mundo su presencia humilde y cordial tanto como su voz portentosa, y en hacerse querer por su capacidad para colaborar con todos sin estridencias, sin gestos divinos, aunque teniendo muy claras en todo momento sus necesidades para ofrecer un buen espectáculo.

De su voz dicen que tiene un color dramático, un timbre de metal punzante, capaz de subir con facilidad al agudo. El canto de Roy -siempre legato, preocupado por mantener una línea de canto brillante- recuerda al de antiguos divos de las casas de ópera. No los que sustentaban sus caprichos en el magnetismo de la voz, sino los que, además de un canto poderoso, no regatean a la hora de insuflar vida a las partituras, para conectar con quienes ocupan las butacas.

Pero para Alejandro Roy y su familia -que tiemble el mundo, que ya tiene a su hija mayor, Jimena, siguiéndole los pasos musicales, y a la pequeña, Julieta, dispuesta a todo- hay mucha vida más allá del escenario. Como la que dan y reciben de las decenas de animales domésticos que siempre los rodean, no importa la tara que tengan o los problemas que los acompañen. A ellos, y a todos sus vecinos de la aldea ovetense de Perlín, les dan los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches con ración de música. Ésa, que nunca falte.