Pablo TUÑÓN

La larga lista de excentricidades y abusos que rodean a los «Defensores de Cristo», además de prostitución y poligamia, incluye la regeneración y curación de órganos, que, según testigos, Ignacio González de Arriba, el líder gijonés de la secta radicada en el norte de México, vendía como posible. En este caso, el «Maestro Fénix», como llamaban al autoproclamado «Mesías» reencarnado, recomendaba y practicaba el consumo de vísceras crudas de animales como medida saludable. De hecho, según testimonios, a un joven indio sin recursos para entrar en los «Defensores de Cristo» se le ordenó vender un riñón con la promesa de que González de Arriba le ayudaría a regenerarlo. Hay indicios de que Fernando, así se llamaba al aspirante, de la tribu tarahumara, hizo lo que se le pidió.

Además, Ignacio González de Arriba predicaba supuestamente con el ejemplo otro de sus preceptos: la suciedad como valor positivo. «Es la primera vez que tratamos con una secta creyente en Cristo que pone a la falta de higiene como valor de modestia y humildad», cuenta Héctor Walter Navarro, abogado y presidente de la Red de Apoyo a Víctimas de Sectas. Blanca Castro, mexicana que estaba casada con Losanger Arenas, mano derecha de Ignacio González de Arriba, desde antes de estructurarse los «Defensores de Cristo» y que permaneció en la secta bajo amenazas y vejaciones hasta que logró huir, corrobora la suciedad reinante en la comuna, que durante meses estuvo instalada en su propia casa en Torreón, en el estado mexicano de Coahuila, antes de trasladarse a Nuevo Laredo, donde fue desarticulada el pasado mes de enero por la Policía.

«Ignacio era muy sucio. Le llegué a contar quince días sin bañar. Y en Torreón los calores son de cuarenta grados. Era insoportable la pestilencia cuando entrabas a su habitación. Algunas alumnas de cursos le regalaban discretamente perfumes y desodorante», recuerda Castro.

La casa de Nuevo Laredo, apodada «El Convento», en la que fue desarticulada la cúpula de la secta y en la que convivían 24 personas, presentaba condiciones pésimas de higiene cuando irrumpió la Policía Federal. «Los agentes no podían aguantar el olor inmundo. Los más de veinte esclavos dormían en cajones, unos encima de otros. Cada cajón tenía una colchoneta, una bacinilla y una computadora donde trabajaban todos los días más de doce horas para pescar por internet nuevas víctimas, sin poder ir al baño. Las víctimas pescaban así más víctimas», cuenta Héctor Walter Navarro, que se mantiene en contacto con la Fiscalía mexicana, que ya ha completado 23 cuerpos de 500 folios cada uno pese a que la fase de instrucción del caso continúa abierta.

El testimonio de Blanca Castro también confirma que Ignacio González de Arriba predicaba con el ejemplo la ingesta de vísceras de animales. «Las come porque dice que si estás mal del hígado debes comer hígado, y lo mismo con el riñón o el corazón. Le vi comer pulmones, riñones, hígados y corazones de pollo o de res», relata. Ella misma engulló vísceras crudas tras dos días sin comer como resultado de un castigo impuesto por su marido, Losanger Arenas.

Blanca Castro cuenta la historia de Fernando, al que llamaban «el violinista». Según narra, era un pobre y joven indio tarahumara procedente del estado de Chihuahua. «Su sueño era recibir la enseñanza de Ignacio para llevarla a sus paisanos. Tendría 19 o 20 años. Llegó al centro que teníamos en Torreón. Estuvo varios días intentando hablar con Ignacio, que no era de atender a la gente. Fernando se quedaba a dormir en el jardín esperando. Confiaba en que Ignacio era caritativo, que le iba a aceptar sin pagar», recuerda Blanca Castro. Finalmente, tras varios días de espera, le atendió Losanger Arenas, segundo al mando. Castro estaba presente en la conversación con Fernando.

«Losanger lo hizo pasar. Le dijo, muy déspota, que sin dinero no podía entrar como apóstol. El indio le suplicaba y Losanger le contestó: "Si quieres ser apóstol demuestra tu fe, vende un riñón y vuelve con el dinero. No te preocupes que el maestro te va a regenerar el órgano". Eso me impactó y pensé: carajo esto no puede ser de Dios», cuenta Castro, que asegura que Fernando aceptó y se fue. «Volvió a los cuatro días. No sé si vendió o no el riñón. Sólo le vi que llegó con el dinero y con la camisa manchada de sangre seca. Entró a la formación y no duró ni un mes porque Ignacio lo corrió por hacer preguntas en clase», narra. Después, según varios testimonios de víctimas de los «Defensores de Cristo», «El violinista» intentó cortarse las venas escribiendo una nota que ponía: «Si Cristo me ha rechazado, no quiero seguir viviendo». Ignacio González de Arriba, preso en un penal mexicano, deberá hacer frente a estas cuestiones ante un tribunal.