No pudo ser. Pero al final de la ceremonia que suplió a la procesión del Santo Cristo de la Misericordia y de los Mártires, el sacerdote Constantino Hevia, saliendo al paso del disgusto de las cofradías, que de nuevo se vieron obligadas a renunciar a los desfiles que con tanto cariño y desvelo preparan a lo largo del año, dijo que Santa Teresa de Lisieux, ante las contrariedades, solía recordar a Abraham, que cuando se disponía a entregar a su hijo a Dios, el Señor le dijo: «No me lo entregues porque ya lo has hecho en tu corazón». Si se pone en primer lugar el espíritu de la Semana Santa, llena de dolor y sacrificio, la renuncia ha de ser una ofrenda más.

Era Jueves Santo y la tarde se presentaba prometedora, tranquila, y sobre todo seca, pero a las ocho menos cuarto comenzó a llover levemente y ya no hubo tregua. En el atrio de la iglesia de San Pedro todo estaba dispuesto. La impresionante figura de Cristo crucificado se erigía en su suplicio rodeado de flores. La iluminación que le llegaba del suelo se fundía con las últimas luces del atardecer pintando su piel del color de la muerte. Nos hemos acostumbrado a contemplar los crucifijos, y muchas veces los vemos con indiferencia o si acaso considerando únicamente sus valores artísticos. Hace dos años, en la homilía de la primera comunión de una niña oficiada por el sacerdote José Luis González Novalín, ex director de la Iglesia Nacional Española en Roma, al dirigirse a Paloma trató de explicarle quién era Jesús, con el que en unos minutos iba a entrar en directa relación. Le habló como se habla a los niños. Le dijo que Jesús era un hombre joven, fuerte, pobre y bueno. Que había repartido el bien entre todos los que le rodeaban, que era amigo de los niños, de los enfermos, de los viejos, de los pobres... Ayer, viendo su imagen exhausta, a punto de expirar, no pude menos de recordar las palabras de González Novalín, y concluir que no tuvo que ser fácil acabar con su juventud, y también con su fuerza, no olvidemos que en tres años había recorrido toda Galilea sin otro medio que sus pies. En la larga tortura no le privaron de nada. Y allí lo teníamos, ¿cómo no reflexionar, compadecerse, orar y pedir perdón por tamaña injusticia?

Ignacio Alvargonzález comunicó a la concurrencia que llenaba el templo que se rezaría el vía crucis, después de rendir honores ante la imagen del Cristo de la Misericordia y de los Mártires. Salieron, pues, los hermanos mayores de la Cofradía de la Santa Misericordia, acompañados de Álvaro Armada, conde de Güemes, descendiente directo de los Ramírez de Jove, su familia creó la primera cofradía penitencial en Gijón, en el siglo XVI, dando origen a la Semana Santa. Ante el Cristo se colocó la corona de espinas, y un pergamino que reunía las peticiones de los fieles. Incienso, fervor, recogimiento... mientras la Banda de Música «Villa de Jovellanos», dirigida por David Colado, interpretaba la marcha fúnebre «Cristo de la lanzada», obra del compositor Rafael Márquez.

El vía crucis posterior fue oficiado por el cofrade de la Santa Misericordia José María Juliana. Y al final, «como es el año de la fe, recemos un credo», dijo, antes de que Constantino Hevia impartiera la bendición.