Llevo tanto tiempo hablando de cosas que me entristecen, que me asquean, que estos días de Semana Santa, que he parado un poco este ritmo vertiginoso de vida que llevo, me he descubierto sonriendo a solas, o sintiéndome feliz por las cosas más nimias. Por tonterías, pero que me alejan esa amargura que a veces me traspasa el alma. Son cosas tan estúpidas como ver que en el parking no necesito cambiar 20 euros, que me devuelven en docenas de monedas y que odio, porque el importe es justo la calderilla que tengo en el monedero. Eso me hace absolutamente feliz. Me encanta ver como moneda a moneda puedo conseguir la salida de la oscuridad, del sótano, y ver la luz. Que me faltan esos cinco céntimos que a oscuras y sin gafas, logro rescatar del fondo de la cartera. Doy saltos, casi literalmente... Son esas monedas que hacen que salga a la luz, aunque llueva, que me devuelven la esperanza en que las cosas pueden salir bien. Los euros justos para que las sonrisas de mis niños, esos que pasan al despacho para darme un beso pegajoso de chuches, me dejen la mejilla llena de agradecimiento. Las lágrimas de una abogada por hacer bien mi trabajo, por defender a otros niños ante las injusticias, monedas de agradecimiento que llenan mi cartera para poder salir del agujero. Las personas que me piden que siga escribiendo, que me dicen por la calle que no lo deje, que siga luchando, los mensajes maravillosos que me llegan, las risas con mis contrincantes en el debate de la tele, en la que saco toda la adrenalina, que es mucha, pero que me enriquece profundamente, porque me hacen ver la vida desde muchas perspectivas. Mis lunes en la radio, cuando me quedo un ratín a hablar de lo divino y lo humano con mis chicas, mis terapias mutuas con mis niñas de Zara, con las de la pelu, con las de mi farmacia. Las sidras con mis amigos los fines de semana, esas que me dejan la espalda rota por estar de pie, porque una ya está para tomarse calditos. Escuchar en una tienda mi canción favorita y cantarla a voz en grito, sin importarme nada porque en ese momento me apetece, porque en ese instante soy muy feliz y quiero aprovechar esos euros de alegría que aún me quedan en un departamento del alma. Porque si hay algo que he logrado es que no me importe nada lo que piensen; digo y hago lo que siento, elijo cómo equivocarme..., porque por fin he conseguido a estos años estar en total paz conmigo misma, que no es poco. Me sube por la rampa de ese parking que un señor de edad (evidentemente) me diga algo agradable por la calle, con piropos de los de antes, de los que cada vez se oyen menos, y más a estas edades, y que agradezco de corazón. El tener un rato de paz, después de una semana absolutamente convulsa, con muchas lágrimas de desesperación y de alegría que se entremezclaron hasta dejarme exhausta; escuchar «Moon river» mientras escribo esto... Son céntimos de felicidad que hacen que sonría sola... y, sobre todo, y ante todo, ver a todos mis hijos, todos, los no biológicos también, los cinco, bajo mis alas aunque solo sea dos días; cenar con ellos, y esperar que llegue al lunes para ver a mi bebé... Esos ya no son los céntimos que me hacen salir a la superficie, mis hijos, mi niña y ese compañero que tanto me aguanta últimamente son realmente mi riqueza, quienes me abren las puertas a una luz cegadora cuando por fin salgo del parking. Son por los que daría mi vida, céntimo a céntimo, porque son los que me la dan. Ni más ni menos.