Noche memorable la de ayer en el teatro Jovellanos. En realidad, cuando interviene la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, siempre lo es. Nuestra OSPA es de las pocas glorias que se salvan de esta epidemia depresiva que nos ha tocado vivir.

Quizá haya muchas personas que por su indiferencia o ignorancia hacia la música sinfónica no lo sepan, así que conviene hacerles saber que contamos con una de las formaciones instrumentales más completas, virtuosas y brillantes de este país. Pueden sentirse orgullosos, aunque no practiquen; lo mismo que ocurre con Fernando Alonso aunque no guste la Fórmula 1. Con todo, media entrada.

El programa de ayer, patrocinado por LA NUEVA ESPAÑA, estaba dedicado a Beethoven y Schumann, ocupando la primera y segunda parte del concierto respectivamente. Algunas novedades en la orquesta, como el regreso de nuestro notable concertino, Alexander Vasilev, ausente en la última audición de la OSPA. Por el contrario echamos de menos a la primer violín Marta Menghini, aunque se incorporó a la orquesta tras el descanso.

La gran novedad en Gijón, puesto que en Oviedo estuvo al frente de la Orquesta Sinfónica en una sesión de ópera, la constituyó el director asturiano Pablo González. Alto, delgado, 38 años de edad, impecable dentro del frac. Actualmente es titular de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña, lo que significa que su carrera es fulgurante. Ayer hizo un trabajo exquisito, aún mejor calzado con Beethoven que con Schumann, en mi humilde parecer. Tal vez sea cuestión de temperamentos; de todos es sabido el carácter complicado del alemán, sus desequilibrios mentales, aunque éstos, según dicen, únicamente se dejaron ver en algunas de sus piezas para piano. El resto de sus composiciones es sereno, organizado y melodioso, pero con una leve tendencia a la divagación.

Se inició el concierto con la obertura «Egmont», escrita por Beethoven junto a otras piezas para la tragedia teatral de Goethe. Es una música vigorosa, radiante, que Pablo González dirigió con enorme pasión. Sin batuta, sus manos hablan con elocuencia. Movía todo su cuerpo, se elevaba... Con aquellos zapatones, de un 45, mínimo, al ponerse de puntillas se erigía en gigante. Un gigante de sensibilidad y entrega.

En el «Concierto para piano nº 2 en si bemol», de Beethoven le salió un notable competidor: Alexander Melnikov. Otro gigante, éste sobre el piano. Su interpretación fue genial, me gustaría escuchar a un purista para que dijera qué podía faltarle para ser perfecta. Resolvió las dificultades de la partitura con una naturalidad rayana en el prodigio, con el mismo esfuerzo que hace servidora para revolver una bechamel. El público lo premió, premió a ambos, con una larguísima ovación.

En la «Sinfonía nº4 en re menor», de Schuman, en cinco movimientos, la energía está presente desde los primeros compases, y el ritmo pocas veces languidece. Pablo González hizo de ella una lectura exacta.

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