F. G.

El historiador Macrino Fernández Riera diseccionó ayer, con habilidad de cirujano, uno de los aspectos más desconocidos de la obra de Rosario de Acuña, de cuyo fallecimiento se cumplen el próximo domingo noventa años: el interés de la escritora por analizar los mecanismos que llevan a la perversión, la locura o el crimen. Y echó mano, para certificar las conclusiones de su estudio, de un folleto de 1888 en el que la librepensadora se ocupa de las razones de la sinrazón a la luz de un juicio que tuvo enorme eco en la prensa madrileña de la época: el crimen de la calle de Fuencarral.

Telegráficamente, el suceso ocurre en la céntrica calle madrileña el 2 de julio de 1888, donde es hallado, carbonizado, el cadáver de una mujer, Luciana Borcino. En una habitación cercana, la Policía encuentra a la sirvienta de la casa, Higinia Balaguer, desmayada. Las pesquisas policiales llevan hasta el hijo de la víctima, José Varela, un personaje pendenciero al que apodaban «El Pollo Varela», que, sin embargo, tiene coartada, ya que cumple condena en la cárcel Modelo. Se descubre que «Varelita» entra y sale a su antojo del penal, cuyo director es José Millán Astray, padre del que sería fundador de la Legión.

El caso llena los noticieros de la prensa de la época, con Galdós escribiendo crónicas para el periódico bonaerense «La Prensa» y con Rosario de Acuña siguiendo las vistas, desde una esquina de la sala, lo que hizo que algún plumilla de la crónica judicial se refiriera a ella como «la señora del rincón». Finalmente la criada es condenada al garrote vil, dos años después.

La poliédrica Acuña se sirve de este proceso judicial y del sumario para indagar en el comportamiento humano, para situarse en la línea divisoria entre la razón y la locura, en el origen de la maldad, que achaca a un sistema inmoral y corrupto. Para acabar poniendo a la mujer como agente necesario de la regeneración de una sociedad enferma.