Antonio Garrigues Walker pudo ser el más anglosajón de nuestros políticos, lo que no es poca prenda en un país de afrancesados, de malos afrancesados, por lo general. Desde luego, luciría el bombín mejor que lo hizo Fraga en aquella célebre imagen de cuando el «león de Villalba» era embajador en Londres. Felipe González manifestó en una ocasión, y hay quien malicia que soltó la frasecita sólo para incomodar a Adolfo Suárez -nuestro particular «generale della Rovere»-, que al fundador de la moderna derecha española, es un decir, le cabía el Estado en la cabeza.

Puede que sí, pero el sombrero hongo le sentaba casi tan mal como aquel bañador que se puso en Palomares para darse un chapuzón cuando lo de la bomba perdida de los estadounidenses; tenía la pinta de alguien disfrazado a disgusto para la foto.

Pensaba yo esto de Garrigues al verlo estos días por Gijón, adonde acudió a recoger el premio internacional de ensayo «Jovellanos». A propósito, el reputado jurista ha sido capaz de hacer el más difícil todavía en un galardón literario que se convoca para evaluar el mérito de «creaciones originales e inéditas». Hay que elogiar el tiento de quien es capaz de hilvanar artículos publicados hace más de treinta años y hacerlos pasar, traídos a uno de los debates más interesantes del presente, como si fueran material nuevo. Al jurado debió parecerle muy oportuna la tesis de «España, las otras transiciones», libro en el que el también dramaturgo hace algunas calas en las mutaciones de la sociedad española (empresarial, sindical, cultural...) a partir del cambio político que se produjo cuando el Gran Óbito, en 1975. Su opinión, con los matices que se quiera, coincide con la versión oficial: «La transición política fue sin duda un ejemplo modélico y el estamento político merece todo el reconocimiento y la admiración que ha recibido tanto dentro como fuera de nuestro país».

Entre las cosas que más me han gustado de este libro tan complaciente con lo que se hizo, y tan insuficiente ante las cosas que se dejaron de hacer, está el pasaje de la entrevista entre Franco y Henry Ford II para decidir, en 1974, la inversión de la Ford Motor Company en Almusafes. El autor borda el laconismo con que el dictador zanjó, para desconcierto del magnate, la negociación: «Garrigues, dígale a Ford que amén». Y en ese «amén» no dejamos de ver la expresión que mejor retrata aquella época y el embrión de la que surgiría poco después, con todas las transformaciones (¿cómo no recordar la repetida frase de Lampedusa?) que se quiera.

Pero, como decía, el liberalismo de filiación anglosajona de Garrigues es de lo más presentable que aún le queda al centro-derecha español. A veces sus frases de entonces, de cuando escribió estos textos que ahora agavilla desde la perspectiva de la actual crisis económica e ideológica, son tan ásperas y directas que hacen diana: «La actitud creativa de nuestra aristocracia está en el nivel cero». Y cabe, además, celebrar el humor con que se tomó el portazo que le dieron los votantes cuando apadrinó, junto al catalanista Miguel Roca Junyent, aquella llamada «operación reformista». Ha escrito (y a mí me lo repitió cuando pude entrevistarlo para este periódico) que su intento de entrar en la política de partidos fue un «fracaso esplendoroso», las palabras que Zorba el Griego pronuncia cuando se viene abajo la línea de postes ideada por él mismo para el plano inclinado de la mina de su amigo y patrón Basil.

A este libro de Garrigues se le pueden oponer otros, como «CT o la Cultura de la Transición», firmado por un grupo de autores que eran muy jóvenes o que ni siquiera habían nacido cuando el tránsito de la dictadura a la democracia. Todos ponen el foco sobre los errores de aquel tiempo de encrucijadas. Tanta crítica acerada y acertada omite, sin embargo, lo fundamental: lo viejo se resiste siempre a morir.