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El asesinato "Rambal", asignatura pendiente

Relato de los pormenores de un crimen que conmocionó a Gijón en 1976 y que nunca llegó a resolverse

El asesinato "Rambal", asignatura pendiente

Lo que iba a ser el mero tránsito entre una jornada festiva y las tediosas obligaciones laborales de cualquier lunes terminó convertido en una noche para la historia. Si hay una fecha que los gijoneses tienen grabada a fuego en el imaginario colectivo, ésa es la madrugada del 19 de abril de 1976. Hay quien dice que ese día marcó un punto de inflexión en el devenir de la ciudad, que lo acaecido en aquellas horas de penumbra propició, de algún modo, que nada volviera a ser como era antes, quien afirma que en el corazón de Gijón se aliaron hierro y sangre para bruñir uno de esos episodios con los que una sociedad alcanza, a su pesar, a explicarse a sí misma. Lo único cierto es que esa noche se cometió un crimen que, casi cuatro décadas después, continúa sin respuesta. Por eso la pregunta que surgió en aquella velada, "¿quién mató a "Rambal"?", se prolongó en un eco interminable que, lejos de extinguirse, aún resuena con cierta periodicidad en el subconsciente de un vecindario que no ha perdido la esperanza de digerir algún día, y de una vez por todas, lo que se ha convertido en uno de sus traumas más recurrentes.

Todo comenzó con una llamada. Sonó el teléfono a las dos de la mañana en el cuartelillo de los bomberos y una voz alertó, desde el otro lado del cable, de que se había declarado un incendio en el número 4 del Campo de las Monjas. Lo que hoy conocemos como plaza del Periodista Arturo Arias era en aquellos años un amasijo de casuchas medio desvencijadas donde aún sobrevivían los representantes del más legendario "statu quo" de la villa, aquellos pescadores y cigarreras que descendían de los primeros moradores de la antigua Gigia y cuyas tareas habían venido labrando el perfil más idiosincrático de la que ya estaba considerada como la mayor ciudad de Asturias. La responsable de la llamada, una madre de familia que se había despertado en plena noche alertada por el llanto de uno de sus hijos, dio aviso del fuego, pero no imaginaba que todo iba a ser peor. Porque lo que ocurrió cuando los efectivos desplegaron sus mangueras y sofocaron las llamas fue que, sobre la cama del único dormitorio de la vivienda, dieron con el cadáver del que hasta aquel momento había sido su inquilino. Yacía medio tumbado y casi desnudo sobre el lecho, con los pies bien plantados en el suelo, a un lado del colchón. Un corte decidido, seco, brutal, abría su garganta de lado a lado. Los primeros planos de las fotografías que completan el sumario dan fe del gesto de dolor con que se despidió del mundo. También permiten apreciar varias llagas diseminadas por su cuerpo: el fuego había comenzado a hacer su trabajo.

La Brigada de Investigación Criminal tenía su sede en la calle Cabrales, al lado de la iglesia de San Lorenzo. Allí también sonó el teléfono: eran los bomberos que solicitaban refuerzos en un lugar donde ellos ya habían hecho todo lo que podían hacer. Cuando los agentes se desplazaron hasta la humilde vivienda ubicada en el segundo piso de aquella destartalada casa de pescadores, se encontraron con el prólogo de una tragedia griega. El muerto no era un cualquiera. Alberto Alonso Blanco contaba 48 años, llevaba toda la vida en Cimadevilla y era una de las figuras más emblemáticas y respetadas del barrio Alto. Ayudaba a sus convecinos, animaba con gran locuacidad cualquier sarao que se montara en aquellas calles que él conocía tan bien y sobrevivía a base de recados y otros lances que, por complicidad o por cariño, sus conocidos nunca llegaron a aclarar del todo. Su conocida homosexualidad, por último, terminaba por otorgarle ese carácter paradigmático que distingue a los iconos populares. También era famoso su gusto por el transformismo, que se tradujo en una infinitud de actuaciones por los locales del barrio. En ellas se ponían de manifiesto sus aptitudes escénicas, aquéllas que habían llevado, en un tiempo impreciso, a que sus vecinos dejasen a un lado su nombre propio para referirse a él como "Rambal", en homenaje a un actor muy popular de la época al que pocos recordarían hoy en Gijón si su apellido no hubiese servido para rebautizar a su ilustre y malogrado colega "playu".

La tradición popular asevera que, en un primer momento, los investigadores creyeron que aquello sería coser y cantar. Que en dos o tres días, una semana a lo sumo, se desharía el entuerto. Sin embargo, ocurrió exactamente lo contrario. Los miembros de la brigada que estaban entonces en activo son hoy bastante reacios a la hora de referirse a la muerte de "Rambal" y sus circunstancias. Saben que esa asignatura ha quedado pendiente en sus historiales, y sospechan que no encontrarán nunca la forma de recuperarla. Sin embargo, niegan que se echaran las campanas al vuelo antes de tiempo. La escena del crimen, para empezar, había resultado seriamente dañada por el ímpetu de los bomberos, que habían acudido simplemente a apagar el fuego con el que el asesino trató de ocultar su fechoría, y aunque se recolectaron pruebas que, en un principio, se pensaron concluyentes, los agentes no tardaron en concluir que aquello era, nunca mejor dicho, papel mojado.

Pero aún había más. Precisamente por ser la víctima homosexual, y por guardar el asesinato todas las características inherentes a los crímenes que se cometen a causa de los celos, supieron que el asunto iba a tener sus complicaciones. Es cierto que los cuerpos policiales tenían fichados a la mayor parte de los "invertidos" que se movían por la ciudad y por sus alrededores, pero también que se trataba de círculos muy cerrados en los que no siempre se contaba todo lo que se sabía y donde, en ocasiones, entraban personas "honorables" que procuraban guardar bajo siete llaves el secreto de los caminos hacia los que les llevaban sus impulsos más primarios. El periodista Pachi Poncela, que se ocupó del crimen en un capítulo de su brillante "Gijón. Crónica negra", lo resume con acierto: el propio "Rambal", que bien podría haber pasado por pionero de un hipotético "gay power" local, solía bromear muchas veces con lo que podía ocurrir en caso de que él "hablara", pero nunca dejó de enrocarse en el silencio.

Con todo, las últimas horas de la vida de "Rambal" pudieron reconstruirse con detalle. A las nueve de la noche del 18 de abril de 1976, se encontraba en un bar de Cimadevilla, hoy desaparecido, llamado El Ronchel. No estaba solo: le acompañaban un matrimonio de conocidos y sus dos hijos, y con ellos abandonó el establecimiento para dirigirse a otro local de la época, La Habana, con el fin de proseguir allí una jornada que tenía ese aire lánguido de las postrimerías festivas. "Rambal" no tenía ganas de fiesta aquella noche. Sólo buscaba pasar el rato con gente de su confianza, seguramente sin otra intención que la de comentar las últimas comidillas del barrio y, si acaso, incurrir en algún que otro cotilleo a propósito de los actos religiosos que en los días anteriores se habían celebrado en los aledaños de su territorio y en los que habrían participado algunos de los más egregios representantes del Gijón aristócrata y burgués, aquél que tan poco tenía que ver con cuanto se cocía en las entrañas del barrio Alto. El primer interrogante se abre al filo de la medianoche, cuando todos ellos se dispusieron a abandonar el Habana para dirigirse a sus respectivos domicilios y ocurrió algo que hizo que el discurrir de la velada, hasta entonces amable y sosegado, se volviera desapacible. Cuando los tres adultos y los dos niños estaban ya en la calle del Rosario, a las puertas del bar, emprendiendo la consabida ceremonia de despedidas, "Rambal" se percató de que había olvidado su chaqueta en el interior del local y regresó a buscarla. Cuando salió otra vez, no estaba solo. Le acompañaba un joven a quien el matrimonio desconocía y que abandonó el bar justo al mismo tiempo que "Rambal" volvía a hacerse a la calle. La hija del matrimonio, que sin querer llegó a flanquearle la salida, declararía después ante los agentes de la Brigada de Investigación Criminal que se trataba de un individuo de unos 20 ó 22 años y una estatura que oscilaba entre los 160 y 170 centímetros. Añadió que tenía la tez clara, y el pelo castaño, corto, rizoso y peinado hacia atrás; llevaba la frente despejada, sus pómulos estaban algo salientes y los ojos, en cambio, parecían hundidos.

Es la primera descripción de una presencia anónima y crucial, y a grandes rasgos coincide con las que aportarán otros testigos. Entre ellos, el camarero del bar, que contó que el desconocido se fue del local sin abonar la cerveza que había pedido, y uno de los parroquianos, cuyas señas responden a las iniciales G.P.S., que apuntó que el joven había permanecido recostado en el extremo de la barra más próximo a la puerta de salida, una circunstancia que recordaba bien porque él mismo había tenido problemas para dejar el bar dada la peculiar postura del desconocido, lo que había estado a punto de dar lugar a una pelea. Cuando el hombre y la mujer vieron que "Rambal" regresaba a la calle seguido de otra persona, no supieron muy bien qué hacer. Tuvieron la impresión de que ambos se conocían porque, una vez al aire libre, empezaron a conversar; pero también estuvieron seguros de que ni aquello eran los meros formalismos que se cruzan dos conocidos al encontrarse casualmente ni se trataba de una charla amistosa. En realidad, "Rambal" apenas hablaba. Era el otro quien, entre aspavientos, parecía lanzarle admoniciones mientras él escuchaba cabizbajo. El matrimonio, tal vez por instinto, había decidido mantenerse a una distancia prudencial de la escena, y por eso ni él ni ella pudieron ofrecer después demasiados detalles sobre el contenido del diálogo, aunque el marido sí escuchó con claridad la única frase que "Rambal" dirigió a su interlocutor:

-No me riñas aquí, en la calle.

Al ver que no les hacían caso, el matrimonio decidió regresar a casa, no sin lanzar antes al aire una despedida que no obtuvo respuesta. Cuando caminaban a la altura del aparcamiento que ocupaba uno de los laterales del edificio de la Casa de Nava, que entonces albergaba las dependencias del Palacio de Justicia, volvieron la vista atrás y pudieron percibir cómo los dos hombres se alejaban de las puertas del bar La Habana para dirigirse hacia la esquina que conforman las calles del Rosario y la Vicaría.

La de la Vicaría es una calle estrecha y en pendiente que nace casi a la orilla del viejo muelle de pescadores para morir ante una de las puertas del antiguo convento de las Agustinas Recoletas, en el Campo de las Monjas. Antes de emprender la subida, en torno a las doce menos diez de la noche, "Rambal" y su joven acompañante se tropezaron con un vecino del barrio. O más bien cabe decir que fue éste quien se tropezó con ellos, porque parece que iban tan enfrascados en sus asuntos que ni siquiera llegaron a verle. A.P.L. contaría después que no se atrevió a saludar a "Rambal" porque, al verle la cara, percibió que estaba claramente enfadado, y que pasaron a su lado tan deprisa -no tuvo tiempo ni para esquivarlos: según relató, llegó a rozar el brazo del joven que le acompañaba- que prefirió no inmiscuirse en lo que a todas luces parecía una situación realmente tensa. Sólo unas horas más tarde se arrepentiría de no haber tenido arrestos para decir nada, de no haber hallado un subterfugio que hubiese permitido interrumpir el paseo de "Rambal" y del desconocido, porque no tardaría en enterarse de que había sido la última persona que llegó a verlo con vida, aunque no la última que escuchó su voz. Entre las doce y cuarto y las doce y media de la noche, dos niñas que vivían en el inmueble contiguo al de "Rambal" escucharon unas voces que pedían auxilio, y de inmediato alertaron a sus padres porque intuyeron que los gritos podían provenir del dormitorio de su hermano, instalado en el piso de arriba. Cuando los progenitores acudieron al cuarto para comprobar que su hijo dormía plácidamente, volvieron a sus camas sin preocuparse más del asunto hasta que, sólo un par de horas más tarde, volvió a despertarles el bullicio desatado en el Campo de las Monjas, justo frente a su casa, con motivo de un incendio que se había originado en uno de los edificios anexos. Sólo al conocer los pormenores del incidente, el misterio agazapado tras las llamas que salió a la luz en cuanto éstas fueron sofocadas, pudieron barruntar todas las implicaciones de aquella llamada de auxilio de la que se habían desentendido. Tras basarse en sus declaraciones, la Brigada de Investigación Criminal concluyó que la voz que solicitaba ayuda era la de "Rambal", y estipuló que aquel lapso horario en que las dos niñas reconocían haber oído cómo alguien imploraba una intercesión que no llegó a producirse marcaba, con bastante exactitud, la hora a la que debió de haberse cometido el crimen.

Las investigaciones terminaron arrojando que aquel joven había pasado la tarde deambulando por los bares del barrio Alto en busca de "un conocido delincuente" que respondía a las iniciales J.C.B.F. y que, tras ser interrogado por los agentes, declaró que ni siquiera se encontraba en Gijón aquel día y que tampoco tenía la más remota idea de quién podía ser aquel intruso. Nunca se llegó a esclarecer la identidad del joven ni hubo más noticias de sus andanzas, aunque los miembros de la Brigada de Investigación Criminal matizan que todo hubiera ocurrido de forma muy distinta si no hubiesen recibido una orden que les obligó a paralizar sus pesquisas para focalizar los esfuerzos en otro asunto de muy distinta índole. Según relatan, desde instancias superiores se les conminó a abandonar lo que estuviesen haciendo para centrarse en tener bien controlado todo lo que pudiera traer consigo el Primero de Mayo. Conviene recordar que, aunque el dictador había fallecido unos meses antes, el franquismo aún se encontraba en pleno apogeo y la Transición ni siquiera se había puesto los pañales. En una ciudad como Gijón, la más industrializada de Asturias y un importante núcleo de movilizaciones obreras, cualquier evento susceptible de encauzar las reivindicaciones del proletariado era un peligro potencial que convenía mantener a raya. Ensidesa contaba con unos 6.000 trabajadores y la plantilla de los astilleros, entonces en plena producción, rondaba los 2.500. Entre La Camocha y la Fábrica de Tabaco sumaban otros 2.000 operarios, y factorías como Motocicletas Puch, Gijón Fabril, Crady, Porcelanas Gijón, La Bohemia o Industrial Zarracina contribuían a convertir la ciudad en un más que temible polvorín en caso de que los sindicatos decidiesen aprovechar la festividad de San José para escenificar su fuerza.

"Cuando pasó esa fecha y retomamos el caso de "Rambal"", me contó en cierta ocasión uno de aquellos investigadores, "no encontramos en pie nada de lo que habíamos levantado". La orden dictada desde el Gobierno Civil había borrado, así, todo rastro de "El Pepsicola", tal fue el mote con que en la brigada se bautizó al único sospechoso -aunque hubo otro de primera hora, un camionero llamado "Manolón" que al parecer ya había tenido relaciones con "Rambal", pero que se encontraba en Zaragoza la noche del crimen-, sobre cuya identidad empezaron a correr los más variopintos rumores. Los más insistentes, los que han llegado hasta hoy, son los que identifican a aquel chico cuya huella se ha perdido entre las brumas de la historia con el hijo de cierto hombre del régimen que en aquella época ocupaba un cargo de concejal en el Ayuntamiento de Avilés.

Casi cuarenta años después, el asesinato de "Rambal" continúa siendo una brecha abierta en el alma de Gijón y no parece que vaya a resolverse la incógnita de esta ecuación tan desdichada. De la implantación que el crimen ha tenido en el subconsciente colectivo son buena muestra los artículos que periódicamente recuerdan sus pormenores y las novelas que, con mayor o menor libertad, se han venido inspirando en el mismo. Para comprobar el cariño que en la ciudad se le tenía al difunto basta con revisar las fotos de su funeral, con un Campo Valdés abarrotado y un coche fúnebre en el que destaca la inscripción de una de las coronas: "Cimadevilla pide justicia". Entonces fue un grito en el que se anudaban la urgencia y la rabia. Hoy parece, más bien, un lamento en el desierto. Un llanto por esa asignatura que toda una ciudad tiene pendiente con un pasado en el que creyó que siempre lograría reconocerse a sí misma.

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