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La niña que se crió en el Marítimo

Alicia Álvarez, hija de una cocinera del sanatorio de la Orden de San Juan de Dios, lleva sus 38 años de vida unida al centro, donde creció y donde ahora trabaja de monitora

A la izquierda, arriba, alumnos en un taller de fontanería; debajo, niños tomando baños del sol frente al mar Cantábrico. A la derecha, arriba, los primeros alumnos del Marítimo en 1945; debajo, maqueta del centro. BLOG DEL SANATORIO MARÍTIMO CREADO POR GERARDO ALONSO

El Sanatorio Marítimo de Gijón -perteneciente a la Orden de San Juan de Dios galardonada la pasada semana con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia-, cumple 70 años el martes. Toda una vida de servicio y de historias que han ido tejiendo a lo largo de siete décadas de solidaridad las decenas de personas que han trabajado en la institución. Una de ellas es Alicia Álvarez. A sus 38 años, esta monitora gijonesa del Marítimo puede presumir de haber sido testigo de más de la mitad de la historia del centro. "Nació aquí y no se ha ido nunca de nuestro lado", reconoce con una media sonrisa el hermano superior de la Orden en Gijón, Antonio Blanco.

El religioso no exagera. Álvarez aprendió a caminar, a relacionarse y a hasta a comunicarse entre las cuatro paredes del edificio situado a la altura de la escalera 22 de la playa de San Lorenzo. El fallecimiento del padre de la gijonesa poco después de que ella naciera obligó a la madre de Álvarez -cocinera del Sanatorio-, a pedir permiso a los responsables del Marítimo para que la niña pudiera pasar allí las tardes al salir del colegio Antonio Machado en el que cursaba sus estudios primarios. Desde su nacimiento, en 1978, la vinculación de Alicia Álvarez con la Orden de San Juan de Dios no ha dejado de crecer.

"Los hermanos no le pusieron en ningún momento problemas a mi madre. Entendieron lo que pasaba y así empecé yo a venir por las tardes y durante los períodos vacacionales", explica la monitora echando la vista atrás. Poco a poco, día a día, Álvarez se convirtió en "una más". Asistía a los talleres de los alumnos, jugaba con los internos... Compartió toda su infancia y adolescencia con personas con discapacidades físicas y psíquicas y eso, reconoce, le hizo ver la vida de otra manera.

"En el colegio cuando se metían con un niño yo protestaba y me enfadaba. A veces, a día de hoy, todavía me sorprende cuando llevo a los chicos a Caleao, mi pueblo, la sobreprotección con la que les trata la gente. Son personas normales a las que hay que tratar como a los demás", reflexiona. Sobre su niñez en el Marítimo los recuerdos se acumulan en la mente de esta joven con familia en Nuevo Gijón. Sonríe cuando cuenta el rezo en furgoneta en el que participó una vez durante una excursión. "Yo hacía todo lo que hacían los demás, las salidas, las clases de baile.. Y cuando fui creciendo empecé a ayudar. Bueno, a ayudar o a estorbar, eso no lo se muy bien", relata la monitora mientras cuenta las noches que pasaba en las habitaciones situadas "donde estaban antes los quirófanos". Su primer vestido, relata, se lo regaló un fraile. A Álvarez, de hecho, se le iluminan los ojos a la hora de hablar de unos religiosos a los que considera de la familia.

"Compartí media vida con Ramón Castejón y los hermanos Efrén, Luis y Zubi, eran como mis padres", insiste. Ellos fueron, también, los que les dieron sus primeros juguetes.

La madre de Álvarez -con la que comparte nombre y primer apellido-, se jubiló hace casi una década, en 2004. Para entonces ya le había dado tiempo a trabajar codo con codo con su propia hija. Y es que en cuanto acabó sus estudios primarios la joven gijonesa estudió auxiliar de clínica en el Instituto número 1. Sabía a que quería dedicarse. "Nunca tuve dudas, sabía que esto era lo mío", sentencia. Quizá su bagaje vital fue lo que hizo que no sintiera temor alguno a la hora de hacer las prácticas en la Unidad de Apoyos Generalizados del Marítimo, aquella que ayuda a las personas con enfermedades más complejas. Al finalizar su período de prueba la gijonesa empezó a trabajar en la residencia, en donde "le daba el relevo a mi madre cada mañana". La absorción del servicio de cocinas por parte de una empresa externa había obligado a la madre de Álvarez a reinventarse, cambiando de puesto de trabajo y asumiendo el control de la zona de internos. "Ella se iba y yo llegaba. Nunca tuvimos ningún problema por trabajar juntas. Yo ni la llamaba mamá, me dirigía a ella por el nombre", recuerda.

A lo largo de estos años la monitora sólo tiene un recuerdo amargo asociado a la Orden de San Juan de Dios. El que le dejó el fallecimiento del padre Miguel Pajares, muerto en Madrid después de haberse contagiado con ébola en Sierra Leona. "Había pasado muchos veranos con él y me dio mucha pena la polémica que se formó con su llegada. Había coincidido con Pajares también en varios campamentos de trabajadores y le recordaba como salía en los periódicos en África, sonriendo y haciendo lo que mejor hace la Orden: ayudar a los demás", relata.

Pero la relación de Álvarez con el Marítimo aún no ha terminado. "El otro día cuando empezamos a pensar en las celebraciones por los 70 años calculaba con mis compañeras los años que nos quedaban hasta la jubilación y nos dimos cuenta que también vamos a vivir los 100 años del Marítimo. Y que dure", reflexiona.

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