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Un cura, un cabrales y un vuelo a Alemania

El sacerdote Alberto Torga presenta el segundo tomo de sus memorias, de 832 páginas, lleno de vivencias y anécdotas

Alberto Torga, firmando ayer en San Pedro un ejemplar de su libro. MARCOS LEÓN

El sacerdote Alberto Torga no tiene medida, ni en la escritura ni en los afectos. El cura de Vegadali, el pueblo que no conocía un policía de frontera israelí -anécdota que unas líneas más adelante se relatará- , presentó ayer el segundo tomo de sus memorias, un "tocho" de 832 páginas "que pesa exactamente dos kilos y trescientos gramos", tal como relató su presentador, Luis Antuña. "Al planear la escritura de estas memorias", contó ayer Torga, "pensé que me saldría 300 o 350 páginas, pero esto de escribir es como un cestu de cerezes, que metes la mano para coger cuatro o cinco y acabas enganchando un par de docenas...".

Rodeado de contertulios y amigos, el sacerdote leyó algunas páginas singulares de esta segunda entrega memorial y memorable, que añadida a la anterior suma un compendio de 1.508 páginas sin más ilustración que la foto de portada. Y aún así el relato resulta ameno, divertido, también trascendente y con cargas de profundidad entre tanta píldora de humor, como corresponde a la mentalidad de este cura octogenario que fue párroco en Somió y que pasó 38 años en una misión en Nuremberg, atendiendo espiritualmente a emigrantes españoles.

Justamente a la estancia en Alemania corresponde buena parte del contenido de este segundo tomo de un cura forofo de Induráin, socio del Sporting y también "merengón" (y bien que le fastidiaba este extremo al siempre recordado José María Bardales, compañero de votos religioso y de fatigas). Cuenta Torga en esta entrega de vivencias que en una ocasión viajó de Nava a Alemania con un obsequio de su hermana: un queso de Cabrales. Y que la mujer lo envolvió todo lo bien que pudo, para que no oliera.

"Era un lunes 1 de septiembre de 1975. Mi hermana había envuelto el quesu en hojas de berza, después lo había rodeado de papel de aluminio y finalmente en papel de periódico con cinta adhesiva y metido en una caja metálica, para que no oliera. En el aeropuerto de Asturias no me dijeron nada. En Barajas les dije que era un cabrales y me dejaron pasar pero en Frankfurt una policía me dijo que tenía que abrir la caja. Yo traté de explicarle que era un queso español que apesta, y seguí discutiendo con ella hasta quedar el último de la fila. Pero ella insistió y al abrir la tapa olía a peste y la agente se echó la mano a la nariz, por el fuerte olor. Yo me puse colorado como un pimiento. Al llegar a la misión no me dejaron ni meterlo en la nevera, tuve que dejarlo en una fresquera, en la ventana".

En otra ocasión organizó un viaje con personas de Nurenberg y Hamburgo a Tierra Santa. Eran unos treinta y todos llevaban aprendido qué tenían que responder a las preguntas de los policías israelíes del control del aeropuerto, en alerta por la guerra con los palestinos. "Un Policía pidió que se acercara el organizador, porque algunas personas no sabían ni a qué ciudad iban ni el hotel donde íbamos a pernoctar. Y que incluso a una mujer le nombró varias ciudades de Israel y no conocía ninguna. Yo le dije que en una expedición, con que lo sepa el que manda es suficiente. Y le pregunté "¿usted conoce Vegadali? Pues de ese lugar soy yo. Así que en algún papel de los servicios secreto israelíes debe aparecer mi pueblo, que tiene trece casas, como una ciudad relevante".

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