La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Severo

En el centro de Gijón, en los bajos de un edificio, hoy medio en ruinas, situado en la plaza de Europa, se encontraba, no ha mucho tiempo, una pequeña barbería. Era una barbería de las de antes; de la época en que sólo las mujeres iban a la peluquería. A principios de los noventa el local contaba entre su clientela con un anciano de paso lento a quien la calvicie había concedido una tregua periférica. El babero conocía muy bien la historia que se escondía bajo tan ilustre cabellera, pero muchos de los allí se despojaban del sobrante de sus azoteas, desconocían que compartían sillón con todo un Premio Nobel de Medicina.

El doctor Severo Ochoa y Albornoz vino al mundo un 24 de septiembre de 1905 en el pequeño pueblo pesquero de Luarca. Nacido en el seno de una familia acomodada, el joven Severo pudo disfrutar de la mejor educación de la época. A los 7 años, tras la muerte de su padre, un prestigioso abogado, su familia se trasladó a Málaga. Allí, mientras estudiaba el Bachillerato, pudo vivir de primera mano la realidad de una Andalucía que encarnaba mejor que ninguna otra región las desigualdades sociales de la época. En 1923, inspirado por el ejemplo del Premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal, Ochoa decide comenzar en Madrid la carrera de Medicina. Durante aquellos años compartió con los Lorca, Dalí, Buñuel... los pasillos y las habitaciones de la célebre Residencia de Estudiantes, y también durante aquellos años habría de conocer al que sería su mentor y futuro presidente del gobierno de la República en plena Guerra Civil: el profesor Juan Negrín.

Aconsejado por Negrín, Ochoa realizó durante su carrera estancias en el extranjero que le permitieron mejorar su manejo de idiomas como el alemán o el inglés, algo excepcionalmente raro en aquellos tiempos. Estas estancias sirvieron para acercar a Severo al, por aquel entonces, principal campo de la investigación biomédica: la enzimología. Los enzimas son moléculas que cumplen la función de catalizadores de las reacciones químicas; su presencia hace posible transformaciones que en su ausencia no tendrían lugar o se demorarían en exceso.

Para 1929 había acabado sus estudios de Medicina y, un año después, defendía con éxito su tesis doctoral. Durante este tiempo no cesó su afán por ampliar sus conocimientos en el extranjero, y de esta forma pudo conocer gigantes de la talla de Meyerhoff o Warburg.

El 14 de abril de 1931 Ochoa celebró junto a tantos otros jóvenes intelectuales la proclamación de la Segunda República, y ese mismo año Contrajo matrimonio con Carmen García Cobián. Eran muchas las esperanzas que se tenían en modernizar el país y la ciencia, pero primero en España, y luego en el resto de Europa, aquellos sueños se desvanecieron bajo el oscuro manto de las guerras. Los buenos contactos políticos de Severo -su tío Álvaro de Albornoz también ostentaría la presidencia de la República en el exilio- permitieron a Severo continuar su trabajo, primero en Alemania, y finalmente al otro lado del charco, cuando la sombra del nazismo le obligó a trasladarse a los Estados Unidos.

Al otro lado del Atlántico Ochoa siguió trabajando con los enzimas, pero el foco de interés había cambiado. El principal objeto de atención no eran ya los complejos procesos del metabolismo que habían fascinado a los Cori y otros grandes científicos en los años treinta, sino algo mucho más ambicioso: el mismísimo secreto de la vida. Para comienzos de los años cincuenta parecía ya claro que las claves de la herencia se escondían en unas sencillas moléculas formadas por secuencias de tan sólo cuatro señales químicas -A, G, C y T- : el DNA y el RNA. Severo y su primer discípulo estadounidense, Arthur Kornberg, lograron aislar enzimas capaces de replicar esas moléculas en el laboratorio: la DNA polimerasa, en el caso de Kornberg y la RNA polimerasa, en el de Ochoa. Por este hallazgo la academia sueca les concedió a ambos el Premio Nobel de Medicina en el año 1958; Severo había seguido los pasos de Cajal hasta la cima. Para aquel entonces Ochoa tenía ya la nacionalidad americana, por lo que las autoridades españolas de la época trataron de recuperarlo para la causa con la promesa de crear bajo su dirección un instituto de Biología Molecular. Sin embargo hubo que esperar hasta 1985, ya en democracia, para que Ochoa decidiese por fin regresar a España. Hasta entonces continuó trabajando en Nueva York y entre sus aportaciones destaca un papel fundamental en el desciframiento del código genético -trabajo que algunos consideran erróneamente haber sido el motivo de su Nobel-.

Viudo desde 1986, sus últimos años los vivió a medio caballo entre Asturias y Madrid, hasta que finalmente, un día como hoy, 1 de noviembre de 1993, los genes de Severo se silenciaban para siempre. Sin embargo los ecos de su sinfonía todavía siguen escuchándose a través de nuevas generaciones de bioquímicos como, la también asturiana Margarita Salas, díscipula directa de Severo, y el aragonés Carlos López Otín, siguiente generación en una larga historia que se escribe con tan solo cuatro letras y que Ochoa y otros muchos grandes hombres comenzaron allá por los albores de la segunda mitad del siglo XX.

Compartir el artículo

stats