En Gijón existía un compromiso social de que la villa estaba en deuda, no solamente con el ilustre patricio desde su muerte en 1811, sino también con el rey Pelayo.

De hecho Jovellanos había advertido en el año 1782 -ya había llovido desde entonces- de la necesidad de saldar la deuda pendiente con el caudillo de la llamada Reconquista, pero el tema no se tomó en serio hasta que el diligente concejal Ruperto Velasco -el emprendedor ingeniero industrial que logró la nueva traída de agua en 1998- convenció al alcalde Faustino Alvargonzález para que, de una vez por todas, Gijón le rindiese un homenaje escultórico al rey Pelayo. El emplazamiento decidido fue la plaza del Marqués, por lo que trasladaron una fuente que existía al lado del pozo de La Barquera a lo que actualmente es hoy la plaza del Carmen. El gobierno de España hizo la donación del bronce necesario para la estatua que fue modelada por el escultor de Ribadeo, José María López, y fue fundida en la fábrica de "Moreda y Gijón", en El Natahoyo, bajo la dirección del maestro Carlos García. En el pedestal se hicieron cuatro inscripciones alegóricas -una de ellas la había dejado ya escrita Jovellanos- y las demás, por recomendación de Marcelino Menéndez y Pelayo fueron redactadas por el catedrático Manuel Rodríguez Losada. Se aprovechó el pedestal de mampostería y la alberca para la fuente que estaba en la plaza de la Pescadería Municipal. La solemne inauguración oficial de la estatua de Pelayo se celebró el 5 de agosto de 1891. Un siglo después, gracias a la perseverancia del abogado Francisco Prendes Quirós, se logró que el Ayuntamiento procediese a la limpieza de las históricas inscripciones para que pudieran ser leídas por la ciudadanía.

Pelayo nació en la Corte de Toledo. No se han puesto de acuerdo los historiadores ortodoxos sobre el origen de Pelayo -en Cosgaya presumen de que allí están sus raíces natales- pero en un documentado libro "La casa de Ron" basado en archivos familiares la historia -en la que se entremezclan leyendas y novedosos datos- se escribió de otra manera.

Pelayo fue hijo natural de Favila -el duque de Cantabria- y de Luz Vitular, de quien se había prendado el rey Witiza. Ella lo rechazó ya que la mujer estaba enamorada de otro tío suyo: Favila, duque de Cantabria, del que quedó embarazada, tras haberse jurado amor eterno y consumar su matrimonio secreto.

De aquella relación Luz tuvo en Toledo a su hijo. A fin de salvarlo de las iras del rey Witiza, lo puso en las aguas del río Tajo en un arca, labrada y embreada, arropado en finos paños y con un pergamino donde se notificaba que pertenecía a un noble linaje.

Y he aquí que el arca llegó hasta el pueblo de Alcántara, donde se encontraba Teodofredo, duque de Córdoba -otro tío de Luz- que ordenó recoger aquel objeto que bajaba por las aguas. Cuando vio que se trataba de un recién nacido, Teodofredo se llevó al niño a su casa, lo bautizó con el nombre de Pelayo -su nombre indica eso: el hijo de las aguas- e hizo que le criasen junto a Rodrigo, que con el tiempo llegaría a ser rey de España. De esta manera, por designios del destino vivieron juntos su niñez el rey que perdería España y el caudillo que después tendría que salvarla.

Pero he aquí que aunque pasaban los años, al rey Witiza no se le apagaban los deseos sexuales hacia su sobrina Luz, quien había sido nombrada "Castísima Matrona" por el noble Rodrigo Méndez de Silva.

Así que volvió a la carga y al ser rechazado de nuevo en sus pretensiones carnales, furioso se vengó con el esposo Favila dándole con su espalda un salvaje golpe en la cabeza que le ocasionó un gravísimo traumatismo craneal con hemorragias internas que le propició la muerte.

Tras el asesinato de Favila, la viuda Luz y sus hijos Pelayo y Ormesinda fueron desterrados por el rey Witiza a las tierras del Norte, morando en los palacios de Gundemaro, en Tuy.

Aquel infante fue descrito como muy inquieto y trabajador, forzado, animoso, cuerdo, avisado y, tal como pedían las circunstancias: justo, moderado, religioso y adornado de todas las condiciones que le hacían destacar socialmente. Físicamente escribieron que Pelayo era hermoso, de cara larga, ojos grandes, cabello largo, barba castaña, manos largas y con el dedo meñique lisiado por un accidente en sus andanzas por África. Y es que su espíritu inquieto le llevó hasta a irse de romero a los Santos Lugares. De su paso por Jerusalén, el Padre Mariana describe en su "Historia de España" que todavía podían ser contemplados en Arratia (Vizcaya) -en el siglo XV- los bordones de Pelayo y sus acompañantes en su peregrinación por Tierra Santa.

El rey Rodrigo nombró a Pelayo capitán de los espatarios. Cuando murió Witiza, Pelayo retornó para ponerse a las órdenes de su primo el rey Rodrigo, quien para compensarle del agravio histórico del que había sido víctima tras el asesinato de su padre le nombró capitán de los espatarios.

Así que cuando Pelayo llegó en el año 718 al cónclave de Cangas de Onís fue recibido no sólo como espatario del rey Rodrigo, sino también como príncipe de la real sangre de los duques de Cantabria, reconociéndosele su labor de organizador de las fuerzas del Norte de España que allí se habían dado cita para iniciar la rebelión contra los moros. No fue discutido su liderazgo histórico de cuna por nadie. Fue aclamado rey siendo alzado sobre el pavés -al estilo godo- en el todavía hoy llamado Campo de la Jura.

Y, a continuación, fue también alzada y aclamada como reina, su esposa Gaudiosa Ferrández, quien era hija del terrateniente Trasamundo Ferrández -conde de los Patrimonios de Galicia- quien había conocido a Pelayo durante el destierro en Tuy.

La estatua de Jovellanos fue inaugurada al día siguiente de la de Pelayo. Así que el problema de la falta de estatuas en Gijón fue resuelto en veinticuatro horas. Al día siguiente, el 6 de agosto de 1891, también fue inaugurada la estatua a Jovellanos en la plaza a la que se puso el nombre de Seis de Agosto, como recordatorio de la fecha de vuelta de su destierro durante una década en el castillo de Bellver, en Mallorca, en un acto presidido por el conde de Revillagigedo, en representación de la Reina Regente y del Rey,

Desde que la reina Isabel II autorizase el homenaje a Jovellanos habían pasado décadas, ya que los gijoneses tampoco se ponían de acuerdo sobre cómo llevarlo a cabo. El Ayuntamiento de Gijón convocó un concurso en 1888 siendo alcalde Alejandro Alvargonzález y delegando en la Academia de Bellas Artes de San Fernando su resolución. En los pliegos se establecía que "el boceto en yeso representará a Jovellanos de pie, con la cabeza descubierta, traje de magistrado, con los atributos que mejor den a conocer al autor del Informe sobre la Ley Agraria".

Hay que darle las gracias a Andrés de Capua y, posteriormente, a Acisclo Fernández Vallín y a Hilario de Nava -quien no vivió para celebrarlo- por ser los impulsores definitivos de la financiación de esta escultura que, después de muchas vicisitudes fue realizada por el escultor Manuel Fuxá y Leal con tres toneladas de bronce donadas también por el gobierno de España y fundida en el taller de Vidal y Cía. de Barcelona.

Todo ello con la oposición del cronista oficial de Gijón, Julio Somoza quien curiosamente -¡ojo al dato!- escribía sus críticas descalificadoras y airadas protestas en el periódico ovetense "El Carbayón", debido a que no se le dejó mangonear en la organización.

Así, ¡al fin!, Jovellanos pudo tener también su estatua semicolosal en Gijón ochenta años después de muerto.