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Viaje a 1988 (II)

La sal de la tierra

La dignidad minera palpada en un encierro en un pozo de Teverga sigue viva en muchos de los actuales trabajadores

Participantes en la manifestación celebrada en Teverga el 1 de junio de 1988.

No hay escapatoria,

la realidad nos acompaña en cada huida.

Wislawa Szymborska

Hubo un tiempo en el que hablar de Asturias era, sobre todo, hablar de la mina y de los mineros. Los mineros eran los héroes corales de una sociedad sin héroes. Eran Ulises cuya odisea transcurría en el profundo silencio del interior de la tierra. Eran el espejo ejemplar en el que todos los trabajadores se miraban. Eran la esperanza de los desesperanzados. Eran un mito potente, tan potente, que aún hoy permanece inalterable. Las canciones combativas, como las de Chicho Sánchez Ferlosio, elevaban y universalizaban su esfuerzo, su lucha, su entrega, su compromiso: "Hay una lumbre en Asturias / que calienta España entera / y es que allí se ha levantado / toda la cuenca minera, / ale asturianos / que están nuestros destinos / en vuestras manos".

En mi viaje a 1988 tenía una ocasión única de poder vivir el extraordinario mito en toda su dimensión. Tenía la posibilidad de ir a ver una gran manifestación minera en directo. Por eso me fui a Teverga, donde once mineros habían decidido permanecer encerrados en lo más hondo de uno de los pozos, a más de doscientos sesenta metros de profundidad.

Aun viajando en el tiempo me mareo. La carretera que lleva a Teverga es un continuum de curvas que desequilibran mi ya bastante desequilibrado oído interno.

Llegué allí el 23 de junio y me hice uno más de los tres mil manifestantes en protesta por la precaria situación de todos los que arrancaban el oro negro de las honduras de la tierra, esos que se jugaban la vida cada vez que bajaban a las inquietantes profundidades. Hacía ya cuarenta días que aquellos trabajadores de la empresa Hullasa estaban en huelga. A veces a los periodistas les toca realizar el papel de privilegiados homeros y cantar las hazañas de algún héroe. En este caso, el héroe es un colectivo, los mineros, y el Homero que ensalzaría su gesta iba a ser un joven periodista llamado Fernando Canellada. Si puedo revivir ese momento es gracias a su épico relato. Y eso a pesar de que Avelino García, líder del sindicato Comisiones Obreras, criticó con dureza al diario LA NUEVA ESPAÑA por, según él, la escasa información publicada durante la huelga.

Me incorporo a la manifestación. La encabeza un grupo de niños. Entre ellos hay uno de ocho años, hijo de uno de los encerrados en la mina al que todos llaman Pepín. Pepín camina llorando. Lleva en su mano una tabla en la que aparece destacada una "ll". Si las lágrimas le dejaran hablar, explicaría que esa "ll" es de Hullasa y de llanto.

Detrás de los niños y de las mujeres van los dirigentes de los diferentes sindicatos y los representantes de los mineros de otros pozos cuyos nombres nunca podrán olvidarse en la historia de la minería asturiana. Allí están mineros de los pozos María Luisa, Montsacro, Mosquitera, Barredo, Modesta, Candín, San Nicolás, Venturo, Aller y San Antonio.

Pero quienes destacan en esta marcha son, sin duda, las mujeres de los mineros. Sus gritos reivindicativos resuenan más alto que ninguno: "Aquí están, éstas son, las mujeres del carbón".

Esas mujeres me traen a la memoria "La sal de la tierra". Cualquiera de ellas es Esperanza, la protagonista de la película, cualquiera de ellas busca esa luz que se encienda en la oscuridad, que es como define la esperanza John Berger, cualquiera de ellas podría hacer suyas las palabras de la protagonista de aquel film de 1954 en blanco y negro: "Me llamo Esperanza, Esperanza Quintero. Estoy casada con un minero. Dieciocho años ha dado mi marido a esa mina, sus años mas felices, sólo a cambio de dinamita y oscuridad. Este es nuestro hogar, la casa no es nuestra, pero las flores, las flores sí son nuestras. Quién sabe cómo empezó mi historia. Yo no lo sé, pero este día lo recuerdo como el principio del fin".

Casi una hora tardamos en llegar hasta el pozo San Jerónimo de Hullasa. Me pregunto si esta concentración será el principio del fin. Se respira una alegría triste y una tensión serena, como si fuesen las dos caras de una misma moneda. Alegría, por la respuesta solidaria de casi todos los mineros de Asturias; tristeza, porque saben que su gran huelga no va a ser tenida en cuenta, que se evaporará en las palabras gaseosas de los políticos. Tensión, porque les indigna que participen en su movilización personas a las que culpan de su ruina; serenidad, porque saben que, aunque pierdan, han luchado por su trabajo y por su dignidad.

Los manifestantes concentran su indignación en dos personas: una, el director regional de Minas del PSOE, Víctor Zapico, al que culpan de ser uno de los mayores responsables de esta situación por su nefasta gestión. A la entrada de la mina han colocado un enorme monigote crucificado y vestido de minero con la siguiente inscripción dedicada a este prócer político: "Hullasa y Teverga demuestran su agradecimiento."

La otra persona que recibe las iras de un gran número de mineros es José Ángel Fernández Villa, líder del SOMA, el potente sindicato minero asturiano. Éste tuvo que oír: "Hullasa hundida por Villa y su pandilla". Y "Hay un traidor entre ese montón". Villa intentó tomar la palabra, pero los abucheos y los pitidos le impidieron hablar. El todopoderoso sindicalista se revolvió furibundo contra estos ataques y, como es de los que siempre caen de pie, según me dijo uno de los mineros manifestantes, comunicó cabreado a la prensa que quienes lo increpaban eran una minoría de reaccionarios, unos fascistas y "animadores folklóricos", y concluyó alzando aún más la voz: "Quienes traten de hundir esta región se van a encontrar con el SOMA", y al decir soma, no se refería a la droga de ese nombre que se consumía en la novela Un mundo feliz, y con la que los seres humanos se olvidaban de sus problemas, se tranquilizaban y se evadían de la realidad. Bueno, quién sabe, a lo mejor Villa sí se refería a esa droga.

Vuelvo de nuevo a Teverga el día 1 de junio. Es un día de júbilo. Los once héroes que se niegan a serlo van a salir tras veinticuatro días de encierro, el más largo de la minería asturiana. Pero ellos no se enclaustraron en lo más hondo de la tierra para entrar en el absurdo Guinness de los Records. Ellos estaban allí para no tener que oír las palabras pronunciadas por Avelino López, padre de uno de los encerrados: "Lo malo es que llevan 24 días y estamos como el primero". Aquellas palabras que resumían la frustración de no haber conseguido los objetivos por los que se combatía quedaron flotando en el aire, como una nube amarga. Y no se disiparon ni cuando, por fin, poco antes de las seis de la tarde, los encerrados salieron al exterior. Tampoco se disiparon cuando la multitud allí congregada aclamaba a los que salían: "¡Vivan los mineros!", "¡Viva la lucha obrera!" Ni se disiparon en las intervenciones de algunos mineros en las que había un reconocimiento especial a las mujeres: "En esta lucha no podemos olvidar a las mujeres". Y no se disiparon cuando concluyeron: "Luchando se nos escucha, por eso seguiremos en la lucha hasta la solución definitiva".

Regreso a 2015, y en el mismo periódico en el que viajé en el tiempo hasta Teverga en 1988, leo el estremecedor relato de una mujer minera, Tamara Espeso, que trabaja en el mismo pozo, el pozo Nicolasa, en el que murió su padre junto con otros trece compañeros en 1995, uno de los más terribles accidentes de la historia de la minería asturiana.

Los mineros han perdido muchas luchas, sí, pero aunque las hubiesen perdido todas, hay una que no han perdido y nunca perderán: su lucha por la dignidad. Esa lucha es la que continúa manteniendo el mito en toda su grandeza. Porque ellos, como decía la pintora Leonora Carrington, siguen bajando a las oscuridades de la tierra para que otros tengan luz.

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