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Gijón en el retrovisor

La espectacular Exposición de 1899, todo un hito para una nueva época

Doscientas mil personas la visitaron durante los tres meses que estuvo en el incomparable marco de aquellos gloriosos Campos Elíseos

La espectacular Exposición de 1899, todo un hito para una nueva época

A la pérdida militar de nuestra joya del Caribe, Cuba, se reaccionó con el habitual grandonismo de los gijoneses. Cuatro fueron las inauguraciones fundamentales para demostrar al año siguiente la ilusión y el optimismo ante los nuevos horizontes que se abrían a finales del siglo XIX: En mayo el "Mercado del Sur", en junio el "Café San Miguel" y en julio el "Teatro Dindurra" y la espectacular Exposición Regional de Asturias en los Campos Elíseos.

Una ola de poderío económico llegó al puerto de Gijón en dos mil ciento ochenta y seis barcos, gracias al retorno de los acaudalados indianos triunfadores con sus elegantes trajes haciendo juego con blancos sombreros jipijapas -los ahora conocidos como "panamás", aunque realmente su origen esté en Ecuador, ya que allí se fabricaban a base de hojas trenzadas de palmera para cubrir de los calores a las cabezas de los millares de trabajadores que construyeron el canal de Panamá, de ahí el origen de su denominación-, relojes de oro macizo y ostentosos solitarios con piedras preciosas en sus manos, mientras fumaban los preciados puros habanos.

Los Campos Elíseos, el escenario idóneo. No hubo dudas a la hora de escoger el escenario idóneo para mostrar el poderío industrial desarrollado durante la segunda mitad del siglo XIX: los Campos Elíseos y sus jardines concebidos por Florencio Valdés, con una cierta emulación del edificio central de la Exposición Universal de París que había calado en la profundidad de los empresarios gijoneses que comprendieron a orillas del Sena la necesidad de organizar magnas exposiciones abiertas a todos para potenciar las florecientes industrias. De ahí que también se dio un gran protagonismo a las construcciones de hierro y cristal, aunque el Pabellón Central fuese realizado con madera, por aquello de las prisas en hacerla realidad cuanto antes.

El arquitecto Mariano Marín Magallón desarrolló un espectacular proyecto. La Exposición Regional de 1899 constituyó un hito difícil de imaginar, gracias a que en aquel espectacular escaparate se pudo mostrar con orgullo todo lo bueno de nuestro entorno industrial y cultural. El proyecto fue inicialmente promovido por el Círculo de la Unión Mercantil y logró finalmente llevarlo a cabo la Cámara de Comercio, con un especial protagonismo de su presidente Luis Adaro y Magro y del entonces alcalde de Gijón Francisco Prendes Pando. La presidencia de la Comisión Organizadora estuvo presidida por Luis Belaunde y fue el arquitecto Mariano Marín Magallón, quien desarrolló un extraordinario proyecto imaginativo.

Es una lástima que todo el valioso archivo de Mariano Marín Magallón -quien trasladó su residencia a Madrid, tras casarse en segundas nupcias- se perdiese, dado que su esposa lo quemó para aliviar el frío durante la Guerra Civil. Descorazonadora información que ha tenido la gentileza de darme su nieto, el ilustrado arquitecto Mariano Marín Rodríguez-Rivas.

La filosofía fundamental fue la unión de la industria con el mundo de la Cultura y de las Bellas Artes. Ni la lluvia quiso faltar el día de la inauguración aquel 23 de julio de 1899 para celebrar el acto inaugural. La comitiva partió impertérrita, a pesar del chaparrón, de la plaza Mayor abriendo la gran procesión cívica un piquete de la Guardia Civil a caballo, la Corporación Municipal bajo mazas portando orgullosamente el pendón el síndico Baldomero Rato y después todas las autoridades y representaciones sociales escoltadas por el escuadrón de Caballería y fuerzas de Infantería del Regimiento Príncipe. Las calles estaban engalanas con gallardetes y en los balcones se lucían colgaduras, mantones y hasta tapices confeccionados con retales de los uniformes de los soldados que participaron en la guerra de Cuba.

Una amplia avenida abrazada por un frondoso arbolado que así protegía de los calores de la canícula llevaba hasta el Pabellón Central -con una superficie de cien por dieciocho metros, donde se encontraban presentes las grandes empresas- con grandes alegorías a la Industria, el Comercio, la Agricultura y la Navegación que iban ser nuestros pilares fundamentales.

Además del Pabellón Central -donde una maqueta de El Musel a escala uno por cien mostraba las obras que estaban en marcha- también hubo pabellones especiales como los de: "la Unión Resinera Española" de Bilbao, los mosaicos de "La Industrial" de Santander, "Moreda y Gijón", la loza y el cristal de "La Industria". Los exquisitos gourmets de entonces pudieron valorar las cervezas "La Cruz Blanca" y "La Estrella" fabricadas por Suardíaz y Bachmaier, las gaseosas de Griner, los aceites de "La Exclusiva" de Santander, la achicoria de Julio Kessler, las conservas de Bernardo Alfageme y Muñiz de Candás, las sidras de Muñiz, Gamba y Belaunde -en un espectacular stand férreo del arquitecto Luis Bellido-, los quesos y mantequillas de José Domínguez Gil y los deliciosos pasteles, tartas y bombones de la confitería del gijonés Joaquín Rato.

Doscientas mil personas la visitaron durante los tres meses que duró. En el edificio dedicado a las Bellas Artes, de entre las obras expuestas por un millar de artistas destacaron por la excepcionalidad de sus pinturas los elegantes cuadros clasicistas de Ventura Álvarez Sala y las maravillosas marinas de Juan Martínez Abades. Allí dieron sus primeros pasos Evaristo Valle y Nicanor Piñole, así como Manolo Medina y Nemesio Lavilla. Todos marcando las tendencias estéticas que iban a imperar a partir de entonces.

Por no faltar, ni no faltó ni lo que ahora se conoce popularmente como "el infierno", un gran parque de atracciones, entre las que destacaba una montaña rusa que causó sensación entre la población.

Ya en los ocho primeros días la Exposición fue visitada por 24.730 personas; en agosto, se vendieron 80.922 entradas y en septiembre, 40.902. En total se calcula que por allí pasaron cerca de doscientas mil personas durante los tres meses de su celebración.

Todo un éxito incuestionable, en aquellos imaginativos tiempos en que así se pasaba de la tragedia a la esperanza.

Sin embargo, lamentablemente, de aquellos gloriosos Campos Elíseos que con el paso de las décadas también fueron a menos, ya solamente quedan como recuerdo los dos caballos similares a los que don Luis XIV mandó colocar a la entrada del parque de su palacio de Marly-le-Roi, en aquel denominado "santuario de los santos" donde el soberano absolutista se refugiaba huyendo de las intrigas de Versalles. Si los caballos franceses fueron trasladados durante la Revolución a la plaza de La Concordia, sus réplicas gijonesas al ser demolidos nuestros Campos Elíseos se fueron a dar la bienvenida a quienes van al magnífico hipódromo y mucho más de Las Mestas.

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